domingo, 4 de febrero de 2018

Un poema de 'El oficio del hombre que respira'

Antes de quitarse el abrigo don Juan deja un libro en la mesa. El gesto significa dos cosas: que hablaremos de él, que deberíamos leerlo. Mientras sirven los cafés y las copas, le echo un vistazo: el último libro de Francisco Caro; premio Antonio González de Lama 2017, dice la faja; en la cubierta, la foto anochecida o crepuscular de un patio umbrío, patio en agosto, o sea, hortus conclusus, acaso también locus amœnus del poeta. A Francisco Caro lo conocemos. A González de Lama no tanto. Don Juan explica:
—Fue un cura leonés; fundó —con Eugenio de Nora, Victoriano Crémer y algunos más— la revista Espadaña, que durante unos cuantos años de la posguerra se erigió en altavoz de cierta poesía social, desarraigada, disidente y opuesta a los melifluos trinos del garcilasismo oficial. El premio lo concede el ayuntamiento de León.
—¿Qué nos dice del libro?
—Los escritores que nos gustan son amigos a los que vemos de tarde en tarde, con ocasión de cada nuevo libro. Del encuentro esperamos, por un lado, confirmar las cualidades en que se cimienta nuestra predilección hacia ellos; por otro, verlas actualizadas y mejoradas en las novedades que nos traigan. En este libro hallamos la poesía del Francisco Caro que conocíamos —asuntos, tono, estilo, y aun estilemas—, plenamente maduro y firme en el manejo de un lenguaje característico e inconfundible, pero la hallamos materializada en poco más de treinta poemas exquisitos que no conocíamos: un placer.
—¿De qué trata?
—De asuntos esenciales para un poeta: la vida y la escritura. La vida como viaje perecedero e irreversible del que no se sale indemne; velocísima unas veces, remansada otras; feliz y dolorosa; refugio e intemperie; ocasión del amor y siempre amada. La escritura como elemento esencial de la vida, vida ella misma; es decir, mucho más que fe de vida. El libro es así elegiaco y celebratorio a la vez, epicúreo y senequista: me ha recordado a ratos a César Simón, aunque menos áspero, sobre todo en el tratamiento del paisaje.
—No está mal.
—Está muy bien. Pero no quería yo hablarles del libro, que eso ya lo han hecho personas más capacitadas, sino de un solo poema del libro: Barroco de lo escrito se titula.
—¿Tiene algo de particular?
—Enseña muy bien la maestría del autor: nos da dos poemas en uno.
—¿Cómo es eso?
—Se trata de un soneto excelente perfecto, de no ser por un mínimo caliche en la rima de los tercetos que aparece vestido, ¡no disfrazado!, de poema en verso libre. Aunque ambos poemas sean literalmente idénticos y su significado inmediato coincida, son dos poemas distintos que suscitan emociones distintas: el que ven los ojos del lector en las páginas veintiocho y veintinueve de libro; y el que va naciendo en su memoria —todo poema encuentra sentido y valor gracias al recuerdo de otros, al diálogo con otros en la memoria del lector— a medida que las palabras del poema se encajan en la estructura mental llamada soneto que cualquier amante de la poesía tiene largamente interiorizada.
—Qué complicación.
—Nadie sabe muy bien qué es la poesía, pero todo el mundo sabe que la poesía brota exclusivamente del poema; también se sabe que el poema es un artefacto literario nacido del talento, el arte y la técnica del poeta: por eso podemos distinguir sin demasiada dificultad entre poemas buenos y malos. Aquí hay complicación, por supuesto; o sea, artificio a favor de la poesía: la operación mental por la cual el poema leído en verso libre se trasiega al delicado e inmisericorde recipiente del soneto multiplica en el lector el gozo de la poesía.
—¿Cómo lo hace?
—El soneto es lecho de Procusto, molde rígido; el poema en verso libre concede libertades. Partiendo del soneto —y contando con que el lector lo rehaga mientras lee—, el verso libre permite jugar con esticomitias y encabalgamientos, aislar o enlazar conceptos, resaltar o velar, pero no al tuntún: por eso el poema que leemos conserva cuatro estrofas, apenas se permite versos con un número par de sílabas, maneja sabiamente los signos de puntuación…
Don Juan, ante las caras de algunos, abrevia:
—¿Han leído ustedes Molino en Checa? Pues, para entendernos, el agua es la poesía: puede igualmente habitar libre en el riachuelo o domesticada en el caz.
—¿El artificio este es un invento de Caro?
—El molino hidráulico y el soneto son inventos antiguos —dice don Juan irónico—. El procedimiento se había usado antes, sí: el propio Caro, aunque con décimas, en Locus poetarum, por ejemplo. Pero yo no había visto nunca tanta destreza ni tanta precisión. Caro es un poeta bien grande.
Si don Juan lo dice, no hay que dudarlo.


(Francisco Caro. El oficio del hombre que respira. Eolas Ediciones. León. 2017. Diez euros)

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