domingo, 27 de mayo de 2018

Neorrurales

Hoy el conservador viene contento: emula —y aun supera— al rojo en el disfrute voluptuoso del Macallan.
—¿Por la Champions?
 Se relame, rechaza sacudiendo la mano la fútil pregunta, proclama la buena nueva:
—Porque no habrá revolución.
—¿Revolución? ¿Qué revolución?
—La de la gente contra nosotros.
—¿Quiénes somos nosotros?
—¡Quiénes vamos a ser: la casta corrupta, pérfida y caduca brotada al abrigo del régimen del 78!
Casta lo serás tú —se mosquea el rojo.
—Y tú, que has sido funcionario del grupo A, cobras una buena pensión y tienes casa en Sanlúcar.
—Nada que ver.
—Si estuvieras inscrito en Podemos, nada tendría que ver. Pero, como ni siquiera los votas, eres casta rancia y hedionda.
Da otro sorbo al Macallan; continúa indulgente:
—De todas formas, pierde cuidado: ¡No habrá revolución! ¡No te quitarán la casa de Sanlúcar! ¡Beberemos whisky del caro sin que nos miren con reproche!
—¿De qué habláis? —pregunta el despistado.
—De Montero e Iglesias. Si han sucumbido a los encantos de la familia y de la propiedad privada, el estado este no corre riesgo ninguno. Además, cuentan con la bendición de Monedero —oportuno capote al discípulo amado—, que tilda de revoltosos a los críticos: de modo que los feligreses de Iglesias habrán sancionado ya a estas horas telemáticamente —son modernos— la operación materno‑paterno‑inmobiliaria, y todos felices. Nosotros, la casta, los que más: a dormir tranquilos.
—Frente a la religión y la patria todavía permanecen erguidos.
—Se arrodillarán: tiempo al tiempo. Y bautizarán a los niños; o, por lo menos, los presentarán en el templo igual que al nene de Bescansa.
—¿Qué opina usted, don Juan?
—Que lleva razón nuestro amigo: mejor que la música, el calor del hogar dulcifica y amansa a las fieras.
—Pero ¿le parece bien lo de la casa rural?
—Naturalmente: cada uno con su dinero que haga lo que quiera.
—¿Y la coherencia?
—La coherencia entendida como adhesión permanente e inquebrantable a unos principios —tal vez formulados a la ligera— no me parece virtud, sino terquedad de mulo, estupidez. La coherencia, para ser virtud, ha de acomodarse a las circunstancias; las circunstancias de la pareja han cambiado; ergo
—Don Juan…
—¿Han cambiado o no han cambiado? Ya conocen ustedes la fuerza del amor y lo que se hace por los hijos.
—Don Juan…
—Por otra parte —don Juan se reacomoda en el sillón—, la opción por los pobres, que sostienen Kichi, el papa Francisco y otras cuantas almas cándidas, delata enseguida a quienes no lo son, o sea, no pasa de postureo, que se dice ahora; los pobres de verdad no optan por la pobreza ni la aman: la padecen. Y, lógicamente, quieren salir de ella y olvidarla en cuanto puedan: es lo que han hecho, de manera muy razonable y coherente, Iglesias y Montero.
—¿Qué han hecho razonable y coherentemente? ¡Ellos no eran pobres!
—Han abandonado el postureo: eso les honra. Kichi o el papa Fracisco perseveran tercos: de no haber pobres, ¿qué harían?
—Don Juan…
—Si uno es rico o disfruta de un buen pasar —nosotros, por ejemplo— y quiere contribuir —nosotros por ejemplo— a que los pobres salgan de la pobreza, solo le quedan dos caminos: o promover la revolución —pero sabemos bien adónde han conducido las revoluciones que pretendían acabar con la pobreza—, o promover la solidaridad en forma de impuestos. Lo demás es caridad: postureo.
—¿Se han hecho socialdemócratas Montero e Iglesias?
—Por la vía de los hechos: pagarán los impuestos que les correspondan hasta el último céntimo, y nada más llegar al gobierno los subirán. Yo me alegro.
—Y yo —se suma el rojo.
El conservador titubea:
—Eso de subir los impuestos… Aunque de la vuelta al redil sí me alegro, claro: Dico vobis: ita gaudium erit in cælo super uno peccatore pænitentiam agente…
—¿Sabe usted latín?
El conservador casi se disculpa:
—Soy de pueblo: estudié en el seminario. Por ser de pueblo hay otras dos cosas en la compra de Iglesias y Montero que me gustan, y una que me intriga.
—Díganos.
—Me gusta que se vayan a vivir precisamente a un entorno rural, ahora que se vacía el campo: demuestra que son personas sensibles, amantes de la naturaleza, de las tradiciones, de lo auténtico…
—Podrían haberse ido a Terrinches: el alcalde les pagaba parte de la hipoteca.
El conservador desmonta la objeción enseguida:
—Terrinches está lejos: ellos se deben al ombligo de la patria.
Continúa:
—Me enternece también que hayan decidido llevar los nenes a la escuela del pueblo, a que se rocen con los hijos de los lugareños: pastores, guardas, tractoristas… ¡Un ejemplo!
Alguien sonríe dubitativo; no le hacemos caso.
—Y ¿qué le intriga?
—Que hayan contratado la hipoteca con la Caja de Ingenieros, no con la Caja Rural.
—Será la caja de los ingenieros agrícolas.

domingo, 20 de mayo de 2018

Gemma Arenas

Gemma Arenas es presencia frecuente en la conversación, especie de ruido de fondo que en algunas ocasiones se hace perfectamente audible y en otras se mantiene en sordina. Se hace audible cuando logra alguno de los grandes éxitos a los que nos va teniendo acostumbrados; se mantiene en sordina cuando acaba la temporada y pasa a ser una joven normal que hace vida normal sin que los humos se le suban a la cabeza. Don Juan, a quien los deportes le entusiasman poco, habla con frecuencia de Gemma Arenas, a la que admira sinceramente; esta tarde, viniendo a la tertulia, ha pasado por delante del ayuntamiento y ha visto las dos grandes fotos de homenaje por el campeonato del mundo de trail running, en el que ha quedado la cuarta y ha contribuido a que la selección de España quede la primera. Le ha gustado:
—Es bueno que una sociedad reconozca los méritos de quienes en ella destacan por algo. Veo que los almagreños lo han hecho con Arenas. Me alegro.
—Don Juan, si no sabe usted cuáles son sus méritos… —dice uno con retintín.
—Lleva usted razón —don Juan no se incomoda—: ignoro los detalles de las carreras de montaña, aunque el nombre sea bien transparente; desconozco quién organiza los campeonatos, cuántas atletas participan, de cuántos países… y no voy a hacer ningún esfuerzo por averiguarlo.
—¿Entonces?
—Entonces sé que lograr el cuarto puesto en un campeonato del mundo, sea de lo que sea, no es chica hazaña. Y que alcanzarlo le habrá supuesto largo tiempo de entrenamiento, con todos los sacrificios que comporta, y una férrea determinación capaz de superar contratiempos; le habrá supuesto también la renuncia a pequeños placeres y comodidades que nosotros disfrutamos sin darles importancia; habrá tenido que organizarse bien para conjugar las carreras con los requerimientos de la vida cotidiana… Con saber todo eso tengo bastante. Pero, si le añaden que es mujer y madre, la hazaña crece.
—A menudo habla usted mal del papel que el deporte tiene en esta sociedad: lo compara, peyorativamente, con una religión.
—Poco tiene que ver una cosa con otra. Yo creo que el deporte ocupa demasiado espacio y consume recursos y energías que cabría dedicar a otra cosa. Sin embargo, creo también firmemente en la libertad individual: que cada uno haga lo que quiera; es decir, que si uno quiere consumir el ocio en el gimnasio o leyendo el Marca, que lo consuma: no le hace mal a nadie, aunque a mí no se me ocurrirá nunca ir al gimnasio ni leer el Marca; tampoco se me ocurrirá meterme a mahometano o practicar la arteterapia, y nada tengo contra quienes lo son o la practican: allá cada cual.
—Pero si no le interesan los deportes…
—Pueden interesarme los deportistas. Y, más todavía, las deportistas como Gemma Arenas.
—¿Por qué?
—Las razones son muchas. En primer lugar, porque me satisfacen los éxitos del prójimo, siempre que sean de buena ley. Luego, no me importa repetirlo, porque el trabajo y el afán de superación, la disciplina de Arenas, quizá valgan de ejemplo a los jóvenes.
—¿Para que se hagan deportistas?
—No. Para que persigan su vocación y cultiven tenazmente, sabiendo que nada se obtiene gratis, los talentos que Dios les haya concedido; sabiendo también que acaso ni la tenacidad ni el talento los conduzcan al éxito, pero que sin ellos el fracaso estará asegurado.
—Podría escribir usted libros de autoayuda o hacerse predicador.
—Me he dedicado a la docencia: quedarán resabios —ironiza don Juan y vuelve al hilo—. Y hay otras dos cosas destacables: Gema Arenas es mujer. Hemos dicho aquí alguna vez que la igualdad completa entre hombres y mujeres estará conseguida el día en que las mujeres puedan hacer con naturalidad las cosas —malas y buenas— que los hombres hacen con naturalidad. El deporte es una: sesenta años atrás las mujeres que llevaban pantalones en Almagro eran una rareza; las que llevaban la falda algo más arriba de lo prudente un escándalo; y resultaba descabellado, impensable, que una mujer corriera en pantalón corto y camiseta sola por los cerros. Hoy Gemma Arenas y otras lo hacen con naturalidad; y hay muchachas que juegan al fútbol de maravilla: ¿no es para alegrarse? ¿No es también para considerar si encuentran ya —o no— las mismas facilidades que los hombres?
—Bueno, don Juan…
—Y otro asuntillo: Arenas practica un deporte modesto, elemental y digno que hunde sus raíces en la prehistoria, cuando éramos cazadores; nada de la sofisticación glamurosa de otros: también me gusta eso.
—Nos ha convencido, don Juan. Brindemos por Gema Arenas.
Y brindamos sin reticencias ningunas.

domingo, 13 de mayo de 2018

Despoblación: modestas proposiciones

Le hemos pillado el gusto a los viajes. Hoy, las señoras también, al valle de Alcudia, un lugar espléndido y deshabitado. Los pueblos, desde San Lorenzo hasta Alamillo, agonizan exangües; las gentes que vivían en las fincas no viven o no tienen hijos que llevar a la escuela; si el campo de Montiel está a punto de convertirse en un desierto demográfico, el Valle lo es ya: no llega a los dos habitantes por kilómetro cuadrado.
—¿Y eso es malo? —pregunta uno desde el puerto de Mestanza; a nuestros pies la suave ondulación verde donde yerran en paz vacas y ovejas; enfrente la negra sierra de la Umbría; arriba el cielo de un azul limpísimo.
—Habría que verlo. Algunos de los países más ricos de la tierra —Canadá, Australia, por ejemplo— tienen densidades bajísimas; algunos de los más pobres están superpoblados.
—Pero en Canadá o Australia vive ahora más gente que nunca; aquí, en cambio, hay ahora menos gente que nunca.
—Puede ser por dos razones: o porque estas tierras no dan para mantener a más gente, o porque la gente, aunque coma de lo que aquí se produce, prefiera vivir en otros sitios. Sin descartar la primera, me inclino por la segunda.
—¿Por qué va a abandonar alguien su pueblo si tiene en él todo lo que necesita?
—Porque no hay tiendas, lo decíamos el otro día. O sea, pongamos aquí los mismos servicios públicos que en las ciudades: seguirían faltando otras cosas que hoy se consideran esenciales para el desarrollo personal: diversiones, bullicio, cultura, libertad… es decir, gente.
—De haber trabajo, la gente se quedaría.
—No lo creo. La gente viviría en otro sitio y vendría aquí solo a trabajar: mire los médicos, los maestros, los funcionarios de los ayuntamientos, los alcaldes, los ricachos de las fincas de caza: ni uno se queda a dormir. Recuerde que hay buenas carreteras.
—¡Tantas tradiciones perdidas…! —lamenta un cándido.
—Véngase usted a recuperarlas.
Del puerto de Mestanza vamos a Hinojosas por la carretera que ciñe la sierra de la Solana; bajamos al pantano; paseamos; encontramos excursionistas —equipados hasta la exageración— huéspedes de una casa rural.
—El campo es un parque o una cancha para los que viven en las ciudades: estos y nosotros —que también somos gente— venimos, emporcamos, cantamos tópicas loas a la naturaleza, a la vida auténtica de los indígenas, dejamos unos pocos euros… y regresamos tan contentos a casa. Si fuera obligatorio quedarse un mes nos amotinaríamos.
Comemos cerca de Cabezarrubias, bajo la estación del tren minero desmantelado que iba de Puertollano a Peñarroya. Don Juan recapitula:
—Si consideramos la provincia como unidad demográfica, veremos que en los últimos años esta de ustedes pierde habitantes, mientras que la capital los gana. Que la capital gane población les produce a las autoridades un gran regocijo: que los pueblos se yermen, una gran tristeza: ¿no les parece contradictorio?
—¿Por qué?
—Porque la gente que falta en los pueblos está en la capital, y la que falta en el conjunto de la provincia se ha muerto.
—Llorarán por los muertos, entonces.
—Quizá. En tiempos de recesión demográfica, para remediar la despoblación no basta evitar que la gente se vaya: es preciso devolver a los que se han ido o traer habitantes de donde sobran. Lo segundo obligaría a abrir las puertas de la inmigración generosamente; lo primero…
—A obrar milagros o a emplear la fuerza —propone el cínico.
Lo miramos desconcertados; él se explica:
—Tal vez se pudiera resucitar a los muertos, pero los que se han ido por propia voluntad no vendrán por propia voluntad: habrá que traerlos a empujones.
—¿Cómo?
—La deportación sería eficaz. Valdría también dispersar las dependencias de la Diputación —¿no es provincial?— por la provincia: recaudación, en Socuéllamos; obras, en Guadalmez; cultura, en Villanueva de la Fuente; servicios sanitarios y asistenciales, en Anchuras. Administraciones autonómica, central y universidad, lo mismo: facultad de medicina, en Alhambra; escuela de ingenieros, en Solana del Pino; letras, en Retuerta del Bullaque… Y, claro, obligar al personal a tener casa abierta y dormir todas las noches donde esté su trabajo. Cabría a continuación prohibir que se instalaran hipermercados y tiendas de marca a menos de cien kilómetros de la capital; cerrar los gimnasios, cines, piscinas cubiertas, etc. que existen y abrir otros en Horcajo de los Montes, Viso del Marqués, Almadenejos, Puebla de don Rodrigo…
—Poner en la plaza del Pilar el vertedero provincial de residuos sólidos urbanos ayudaría igualmente —apoya otro.
—Y llevarse el hospital general a Terrinches —insiste alguien.
—Más que las Jornadas...
Don Juan echa el alto:
—Si las autoridades oyeran lo que piden ustedes, les pasaría lo que al joven del evangelio: Cum audisset autem adulescens verbum, abiit tristis; erat enim habens multas possesiones.
—Pues que las disfruten y no hagan demagogia.
  

domingo, 6 de mayo de 2018

Despoblación

Algunos amigos sienten predilección por el Campo de Montiel. Otros, en cambio, miran exclusivamente para Ciudad Real o Madrid; creen de buena fe que, pasado el cerro de la Yezosa y hasta llegar a Andalucía, no hay nada: una terra incognita que el tren y la carretera cruzan veloces, pero donde no merece la pena entretenerse.
—Hombre, en Calatrava la Nueva hemos estado —alguien se da por aludido.
—Y en Valdepeñas —insiste otro.
—Yo fui una vez a Infantes —protesta un tercero.
Aunque haya dudas, nadie pide pruebas; para achicarles la ignorancia, un alma caritativa se ofrece a darnos posada en la Torre y a llevarnos de excursión por aquella comarca.
Ayer fuimos; las señoras, también. Antes de la nueve estábamos en la carretera; a las diez en Infantes. Infantes es villa señorial, cargada de blasones, que ha conocido mejores tiempos; ahora languidece, perdida la condición de capital comercial, agarrándose a algunos flecos, al turismo incipiente y a una pobre agricultura en la que se ocupan los viejos; sin hacer caso a las cruces, vemos la iglesia imponente de San Andrés, la plaza —en un costado, a ras del suelo, Sancho y don Quijote con sus caballerías—, unas lápidas feas —y delirantes que envilecen la portada de la Encarnación, el convento de los dominicos donde murió Quevedo. Almedina, pueblo pulcro y vacío, de calles pavimentadas suntuosamente, enseña hermosas reproducciones de las obras de su hijo más ilustre —Fernando Yáñez: Hernandiáñez, le decían abreviando— y una fuente que mana abundante bajo el escudo de Carlos V. Cózar: ni un alma en las calles; la iglesia de San Vicente Mártir, cerrada a cal y canto, clama en el desierto esplendores de antaño. La Torre es grande y destartalada; en la iglesia hay un órgano de mérito; en una plaza, Quevedo absorto en sus cavilaciones.
—Quevedo escribió desde la Torre un soneto que no estaría mal leer en los postres del Día del Libro —dice don Juan.
No le prestamos atención; nuestro quevedismo se reduce a comer en un restaurante moderno —como todos los restaurantes modernos— que se llama, a saber por qué, El Coto de Quevedo; nos acomodamos en casa del amigo; visitamos la ermita de la Virgen de la Vega, el castillo de Montizón, la iglesia —cuatro viejas en misa— de Villamanrique; cenamos; dormimos en paz.
Hoy hemos madrugado de nuevo: castillo de la Puebla; en Terrinches la iglesia de Santo Domingo, la ermita de Luciana, la plaza estorbada de cachivaches; casas ostentóreas de Albaladejo y Montiel; la iglesia de Villahermosa; Fuenllana y el convento…
Durante la comida en la hospedería del Cristo vemos a todos los turolenses que existen manifestarse en Zaragoza; eso y un Lanza atrasado que se desborda en una pila de MarcasTribunas y Razones trae a la mesa el asunto de la despoblación: el Campo de Montiel no tiene niños ni los habitantes están ya en edad de engendrarlos; en quince o veinte años será un desierto demográfico como tantos de España.
Un cándido llora lágrimas de cocodrilo; otro propone soluciones cándidas; un tercero, Lanza en mano, resume lo que expertos y políticos predicaron en la “Jornada sobre desarrollo rural y despoblación en Ciudad Real” que se celebró en Terrinches hace un par de meses; y termina el resumen informándonos de que el propio ayuntamiento del pueblo ha aprobado una ordenanza contra la despoblación…
Una de las señoras, que parecía distraída, dice ex abrupto:
—No hay tiendas.
La miramos curiosos; continúa:
—En estos pueblos viven bien los viejos, que tienen todo lo que puedan desear; los varones heterosexuales de mediana edad, que pasan el tiempo libre en el bar con otros iguales que ellos, sin dar cuentas a nadie; las amas de casa vocacionales… Pensad en los niños: no juntan once para jugar al fútbol; en los jóvenes: no pueden ir al cine, a la discoteca, al concierto, a la librería; en los homosexuales: sentirán la presión de muchos pares de ojos pendientes de ellos…
—Hay buenas carreteras —protesta un cándido.
—Y calidad de vida —insiste el otro.
La señora permanece impávida:
—Llamáis calidad de vida al aire puro, a los tomates del huerto y a la tranquilidad: poca cosa comparada con Zara. Y, porque hay buenas carreteras, no es preciso vivir aquí: mirad la foto del Lanza.
La miramos; machaca:
—Ninguno de los que salen, ¡ni siquiera el alcalde!, vive a menos de cien kilómetros de Terrinches. Por algo será.
Mientras pagamos, don Juan sugiere:
—¿Hablamos de esto el domingo que viene?
Asienten. Yo pienso entre mí —pero me lo callo— que el domingo no estarán las señoras: faltarán opiniones autorizadas.