domingo, 26 de noviembre de 2017

Ciudad Real

—Si Ciudad Real no es la capital de provincia más fea, por ahí le andará —sentencia un amigo.
—¿Las conoces todas? —pregunta otro con prudente ironía.
—Ni falta que me hace: conozco muchas y en todas las que conozco hay algo interesante. En Ciudad Real nada.
—¿Qué opina usted, don Juan? —viene otro a poner paz.
—Ciudad Real es fea, claro. Ahora bien, con las ciudades, igual que con las personas, no es necesario proclamar los defectos crudamente, que la sinceridad linda a menudo con la mala educación: baste decir que no le han tocado los mejores gobernantes. Además, adjetivos tan drásticos y tan al alcance de la mano valen para andar por casa y entendernos, pero necesitarían precisiones en cuanto quisiéramos alzar una pizca el nivel de la conversación.
—Bien elevado era el artículo de Rivero Serrano el otro día.
—Lo era: serio, documentado, ecuánime, agudo, culto… como suyo.
—¿Entonces?
—El mayor reproche que puede hacérsele a Ciudad Real no es que sea fea, sino que la fealdad es voluntaria. Puertollano, por ejemplo, es de aluvión, creció en tumulto de gentes misérrimas que colgaron sus tristes casas de los cerros como Dios les dio a entender. Ciudad Real, en cambio, se desarrolló pausadamente durante siglos, habitada por gentes de orden aunque no nadaran en la abundancia: menestrales, labradores, burócratas, mercaderes, clérigos, hidalgos, nobles de medio pelo; pobres también, pero de los que aquella sociedad conservadora y estática podía tolerar sin conflicto, casi como una bendición divina para ejercer la caridad…
—Qué tendrá eso que ver.
—Tiene que ver. La paciencia de los siglos fue creando un poblachón que a mediados del XX era todavía modesto pero digno: barrios populares, casas burguesas de ciertas pretensiones, algún edificio noble, algún palacio, conventos… Salvo las iglesias y el palacio de la Diputación nada queda. Aposta, con plena conciencia, el aplauso del pueblo y el de los intelectuales —¿se acuerdan de Eladio Cabañero?—, siguiendo un plan meticuloso, los munícipes, los constructores, los arquitectos se propusieron no dejar piedra sobre piedra.
—¿Por qué?
—Quién sabe: unos, catetos, por modernez; otros, prácticos, para hacerse ricos. El caso es que tuvieron éxito: han conseguido una de las ciudades más feas de España sin discusión posible.
—Explíquenos en qué consiste la fealdad.
—¿La de Ciudad Real? Observen algunos detalles. El primero, que es una fealdad premeditada, concienzuda, satisfecha de sí misma: de ahí el haber dejado inermes y cercados de adefesios, los tres o cuatro edificios un poco valiosos que le quedan. El segundo, que es una fealdad monstruosa, hecha de abortos sucesivos —¡la plaza mil leches del ayuntamiento!— o de mutilaciones, cirugías y ortopedias pegoteadas con el engrudo del lucro —¡ese engendro en la esquina de Conde de la Cañada con la calle de la Lanza!—. El tercero, que es inmune a la modernidad: miren, por ejemplo, las rotondas de la avenida de los Reyes Católicos. El cuarto, que es terca y perseverante: cuando, al sacar el ferrocarril, se le quedaron libres muchas hectáreas de suelo, levantaron… el Quesito. ¿Más?
—No hace falta: le ha dado usted buen repaso.
—Y, sin embargo, esta ciudad chata y filistea está engullendo la provincia.
—¿Qué quiere decir?
—Como allí radican las instituciones y viven los que mandan, parece que la provincia fuera el ejido de Ciudad Real. Y, por sinécdoque abusiva —y consentida—, llaman Ciudad Real a Cabañeros o dicen que el AVE beneficia a la provincia. De modo que, seducidos con la miel de los servicios, en Ciudad Real han comprado piso todos los que cobran la PAC; la mitad occidental de la provincia se ha quedado vacía; los maestros, los médicos, los profesores, ¡hasta muchos alcaldes de pueblos! viven en la capital así hagan diariamente montones de kilómetros a lo tonto y se dejen medio sueldo en gasolina.
—Ocurre en todas las provincias.
—Ocurre en muchas; en esta no debería ocurrir. A diferencia de Albacete, por decir alguna, la provincia de Ciudad Real conserva todavía unas cuantas ciudades medianas y pujantes —Alcázar, Tomelloso, Valdepeñas, Manzanares, Daimiel, la Solana— que deberían ver en Ciudad Real a su principal enemigo, defenderse de ella encarnizadamente: para que no les pase como a Almadén o a Porzuna. Para que no les pase como a Almagro.
—¿Almagro?
—Almagro lleva camino de ser la parte vieja de Ciudad Real: donde acude uno de visita pero no se queda.
Volviendo a casa pienso entre mí que, de aplicarse sus propios consejos, don Juan acaso hubiera hilado más fino: Ciudad Real será fea y beocia, pero allí viven cientos —¿decenas?— de personas inteligentes, cultas, ponderadas —nuestros amigos, sin ir más lejos— bien conscientes de los defectos y empeñadas en corregirlos. ¿A qué meter a todo el mundo en el mismo saco?


domingo, 19 de noviembre de 2017

Almeida y exposiciones

Don Juan llegó ayer tarde con el tiempo justo para la charla de Cristina Almeida en el palacio de Valdeparaíso; lo acompañé sin demasiado entusiasmo. Esta mañana también he ido con él a las exposiciones de San Agustín y la Universidad Popular; hubiera preferido un paseo por el campo o quedarme en casa sin hacer nada, pero los amigos son los amigos.
Mitigado el aire de rudeza campesina que tuvo en otros tiempos, Cristina Almeida es ahora una anciana amabilísima a la que cualquiera ofrecería el brazo para cruzar la calle; otra cosa es que ella lo aceptara. La voz y el discurso, en cambio, son los mismos de siempre. El auditorio, lleno de partidarios, sigue la charla como si estuviera en misa: atento y fervoroso. A mí también me seduce esa manera confianzuda, algo histriónica, de contar las cosas. Pero cuando toma la palabra un nene engolado y redicho —«Yo soy científico», proclamó urbi et orbi con ridícula solemnidad— me escabullo discretamente y me vengo a casa a ver el fútbol.
—¿Dejaste a don Juan solo?
—Él se apaña bien sin necesidad de nadie.
Don Juan sonríe.
—Al menos no deberías confesar en público que abandonaste a Cristina Almeida por el fútbol. Te tacharán de frívolo o de inculto.
—Acertarán: las dos cosas soy desde hace tiempo. Y no lo sería menos de haberme quedado, ni lo soy más por haberme venido.
—¿Qué opina usted? —le pregunta alguien a don Juan.
—Que cada uno debe hacer lo que le dé la gana. En cuanto a Almeida, que dijo cosas muy serias y pertinentes, pero las dijo como esperábamos que las dijera y gastó en decirlas más tiempo del que era menester. Por lo demás, me gusta esta iniciativa del Ateneo; ojalá se consolide y tenga éxito: traer a Almagro personajes relevantes para que nos alumbren algún aspecto de la actualidad —Cristina Almeida y la situación de las mujeres, por ejemplo— es cosa conveniente y de agradecer… Yo aprecio mucho lo que hace el Ateneo; sin embargo —supongo que sin darse cuenta—, tal vez adoben sus actividades de una liturgia excesivamente tiesa y elitista: quizá por ello no alcancen el seguimiento que merecen.
—¿Y las exposiciones?
—La de San Agustín, aunque el título —de periodismo adocenado: La Tribuna de Méndez Pozo no hubiera titulado peor— y las explicaciones —prosa en zapatillas— podrían mejorarse, es excelente. Con muy poco dinero, aprovechando bien los fondos del archivo municipal, y tomándose el trabajo de recorrer el pueblo para localizar los edificios y fotografiarlos con el mismo encuadre que tenían las fotos del archivo, han conseguido una muestra didáctica, emotiva y útil. Es emotiva como lo son todas las fotos antiguas: jirones de tiempo atrapados milagrosamente en un cartón. Es didáctica porque con la mera contraposición de lo que hubo y lo que hay nos pone ante los ojos cómo ha cambiado el pueblo en los últimos cuarenta años. Y es útil porque desmonta el pesimismo irracional de ciertos almagreños que quisieran vivir momificados en el siglo XVI: en general los cambios no han sido a peor, simplemente se han adaptado las viviendas a las nuevas formas de vivir, cosa inevitable desde que el mundo es mundo. En ninguna parte he visto el nombre del responsable de la exposición; supongo que será obra de don Eustaquio Jiménez Puga, nuestro amigo el archivero: felicidades.
—¿La otra?
—Lo expuesto es más conocido, pero también merece elogios quien la haya montado. Se trata de fotos de la plaza desde finales del siglo XIX hasta nuestros días. Alguna de ellas —¡la de la viajera!— es formidable; todas son buenas e instructivas. La lección es la misma, hasta quizá más clara, que la de San Agustín: a pesar de los pesares, Almagro y los almagreños están ahora mucho mejor que en cualquier otro momento de la historia.
—¿Don Juan, vivimos en el mejor de los mundos posibles? ¿Se ha vuelto usted panglosiano?
—De ninguna manera, querido amigo. Muchas cosas del mundo van mal, incluso tienden a ir peor —mire usted el día que hace, por ejemplo: de mayo—; pero el pesimismo constante y plañidero de ciertas personas es tan reprochable como el optimismo bobalicón e ingenuo de otras. El patrimonio construido de Almagro corre riesgos —más en la arquitectura privada que en la pública—, y ha habido pérdidas o mistificaciones dolorosas que cualquiera puede recordar; ahora bien, llorar constantemente por el agua derramada no lleva a ningún sitio. Mejor es estudiar, identificar los peligros, y proponer maneras de esquivarlos que no solo beneficien a Almagro, sino principalmente a los almagreños. ¿O es que alguien quiere un Almagro en el que no vivan almagreños?
—Hombre, don Juan...

domingo, 12 de noviembre de 2017

Libros y librerías

Día de las Librerías, reportaje del Lanza, relleno del Cronista sobre la biblioteca de los dominicos, el anhelo de meterse a librero que nos ha confesado Horcajada… De modo que esta tarde hemos hablado de libros, librerías, bibliotecas y cosas por el estilo.
Don Juan no es bibliófilo ni fetichista de los libros: él los lee o los consulta, no los almacena; o los almacena solo si tiene el propósito de leerlos o consultarlos; por eso se ha aficionado a los libros electrónicos: todos los que va a leer una sola vez los compra así. Los de papel le gustan materialmente bien hechos: que se note en ellos, además de la solvencia del autor, el trabajo riguroso de los profesionales cualificados que trabajan —o trabajaban, o deberían trabajar— en el mundo editorial; así que huye de los libros autoeditados —eufemismo para decir chapuza— y, más todavía, de los publicados por ciertas editoriales que aprovechan sin pudor la ingenua vanidad de no pocos escritores sedicentes.
—Don Juan, no sea usted tiquismiquis, que cada uno se gasta el dinero en lo que quiere.
—Me parece muy bien. Eso es lo que hago yo mismo: no comprar libros autoeditados, y fiarme de las editoriales solventes.
—Pues a veces se lleva usted chascos: recuerde lo que le pasó con Pre-Textos y la antología de la poesía manchega.
—Nadie está libre de picar un anzuelo, sobre todo si viene tan bien envuelto como aquel. Pero daría algo valioso por quitarme el resquemor de no saber todavía cuánto costó el engendro ni quién puso el dinero.
—Y de los libreros y librerías ¿qué nos dice?
—Que está muy bien que haya libreros prescriptores y librerías multifunción donde lo mismo te sirven un café que te arreglan la barba hipster, pero que a mí me bastan las librerías silenciosas y bien surtidas en que no solo encuentre los libros que busco, sino, muy principalmente, los libros que no busco.
—Es usted un antiguo, don Juan.
—No lo niego. La lectura —y su herramienta principal: el libro— ha perdido buena parte del prestigio del que gozaba en otros tiempos. Acaso sea inevitable, porque ahora hay otros formatos más de moda, tal vez igualmente placenteros y útiles. Y quizás por eso también las librerías y los libreros se hayan visto obligados a transformarse —reinventarse, dirían quienes yo me sé—: ellos sabrán.
—Claro que lo saben: unos cuantos nos lo explican en el reportaje del Lanza.
—Superficial y tópico, muestra estupendamente el nivel de librerías que tienen ustedes por aquí.
—¿Cuál es?
—Superficial y tópico, ya se lo he dicho. A lo peor la tierra no da para más.
—Eso no lo sabemos, don Juan.
—Lleva usted razón: no lo sabemos. No sabemos cuánta gente lee en Almagro ni qué. Pero, si ni en Almagro ni por aquí cerca hay librerías que merezcan tal nombre, será por algo.
—Hay librerías en internet. Los almagreños compran ahí los libros.
—Probablemente. El servicio de las grandes librerías de internet será perjudicial para los libreros tradicionales; para el lector común es una maravilla: te traen cualquier libro en un momento.
—Cuándo se queden solos, veremos.
—Mientras eso llega, el único inconveniente que le nota el normal aficionado a los libros es no poder mirar, tocar ni probar el género.
—No es poco.
—Pasa con todos los artículos: el libro es ya un producto industrial como los zapatos o las corbatas. Antes era también la principal vía de acceso a la cultura: no sé si continúa siéndolo.
—¿Qué es la cultura, don Juan?
—La palabra cultura es polisémica. Significa cosas sustancialmente distintas si la miramos desde el punto de vista de la historia, de la antropología, de la sociología…, sin meternos en honduras y para lo que vamos diciendo, cultura es el cultivo intelectual de los seres humanos; como en cualquier cultivo, los frutos dependen del terreno, de las circunstancias, de la dedicación: de ahí que unas personas sean más cultas que otras.
—¿Qué entiende usted por persona culta?
Grosso modo, una persona culta es —era— una persona que lee con provecho. Es también alguien que goza de las artes, aprecia las ciencias, y cuyo comportamiento y actitudes son moral y cívicamente irreprochables.
—¿Todo al mismo nivel? ¿No es usted un tanto elitista?
—Confieso que lo segundo es más importante que lo primero. No obstante, lo ideal es que vayan juntos. Si a eso le llamamos elitismo...
Vengo a casa rumiando. Me quedan dudas abundantes. Habrá que tratar el asunto más despacio.


domingo, 5 de noviembre de 2017

Calendarios, revoluciones, libros

Hay días en que la tertulia —por obediencia a la actualidad o por la enjundia del asunto— parece traer un propósito visible: con las divagaciones y titubeos inevitables, la conversación discurre más o menos derecha. Otras veces —lo habré dicho ya— los temas se entrelazan caprichosos, se dispersan, se olvidan, reaparecen… y me veo negro para levantar acta. Hoy, por ejemplo:
—La semana que entra —dice don Juan— se cumple un siglo de la Revolución de Octubre…
—¿En noviembre?
—Cosas del calendario. En esta parte del mundo el primer calendario moderno y científico lo implantó Julio César el año 45 antes de Cristo. A César viajar a Egipto le proporcionó, además de un affaire —y un hijo, según dicen— con Cleopatra, los fundamentos para reformar el calendario. De todas formas, el calendario juliano no era perfecto: a finales del siglo XVI llevaba diez días de retraso. Lo afinó más el papa Gregorio XIII, adelantó esos diez días —santa Teresa murió el 4 de octubre de 1582; la enterraron al día siguiente, 15 de octubre— y, con ligeros ajustes, es el calendario que usamos aún. Pero un calendario papista no se aceptó fácilmente en los países protestantes ni en los ortodoxos: el 25 de octubre ruso de 1917 era en Occidente el 7 de noviembre. Todavía, por lo menos en lo religioso, los ortodoxos perseveran: este año celebrarán la Navidad cuando aquí hayan pasado los Reyes.
—Eso lo sabe todo el mundo, don Juan —interviene un culto—. Continúe usted con la Revolución, por favor.
—Lo que iba a decir de la Revolución también lo sabe todo el mundo: que es uno de los mayores chascos de la historia, un callejón sin salida del que no está siendo fácil salir.
—Hombre, no es lo que opinan bastantes…
—A estas alturas, cualquiera sabe que los diez días que estremecieron al mundo desembocaron muy pronto en una dictadura feroz, trajeron el imperialismo soviético, provocaron a la larga muchos millones de muertos, el Gulag, el Holodomor… y condicionaron el futuro de tal manera que muchos países de la órbita soviética padecen lastres pesadísimos.
—Hubo también héroes.
—Esa es una paradoja irritante —reconoce don Juan— que pone en relación al comunismo con otras religiones.
—¿El comunismo es un religión?
—Como el cristianismo, por ejemplo. Se diferencia del cristianismo en que promete el paraíso en la tierra, no en el cielo. Y tanto el comunismo como el cristianismo han producido héroes de la entereza, de la abnegación, del desprendimiento, de la solidaridad… Héroes equivocados —y una pizca fanáticos en cuanto a la certeza de los dogmas—, pero héroes al fin.
—Y liberó al proletariado de la opresión.
—Por poco tiempo; el proletariado comenzó a padecer enseguida una opresión igual o mayor: la del Partido —con mayúsculas, claro: se había quedado solo— y su nomenklatura. Curiosamente, los únicos efectos positivos del comunismo se sintieron fuera de los países comunistas: los partidos socialistas quedaron vacunados contra toda veleidad revolucionaria —se convirtieron en socialdemócratas—, y las oligarquías de Occidente, por miedo, se dieron cuenta de que era preciso ceder y acordar. En cierto modo, eso que llamamos Estado del Bienestar es una consecuencia indirecta de la Revolución Soviética. Acaso ahí resida la causa de que al desaparecer la amenaza comunista las oligarquías capitalistas hayan vuelto por sus fueros.
—Luego es necesaria otra revolución.
—Que la hagan en otro sitio —ironiza el escéptico.
—Los partidos socialistas tardaron en vacunarse.
—Sí. La épica de la Revolución Soviética siguió —sigue, quizás anacrónicamente— atrayendo. Aquí en España, por ejemplo, la Revolución de Octubre del 34, sobre todo en Asturias, tuvo tintes claramente soviéticos. Lo cuenta muy bien —y en muy pocas palabras: dos méritos— Ángel Luis López Villaverde, paisano de ustedes que publicó hace poco un libro estupendo.
—¿Por qué no nos habla de él?
—Porque sobrepasa con mucho los límites de la tertulia: comentamos libros que se refieren a nuestro territorio, o libros de poesía, que ha sido siempre cosa de pocos. Pero les recomiendo con entusiasmo que lean este: alta divulgación, muy bien organizada, clara, y en una lengua sencilla y elegante que tiene escaso parentesco con el latín farragoso y árido de tantos historiadores, y no quiero señalar. Tan solo echo de menos en él un índice alfabético que facilitara las consultas.
—La Revolución del 34 fracasó —alguien vuelve al hilo.
—Vista desde hoy era una locura. Sin embargo quizá nos deje alguna lección: el gobierno de entonces abusó de la victoria —sangrienta—; metió en la cárcel a muchos —a Azaña, a Companys—; y uno de los cementos que fraguaron el Frente Popular fue el deseo de amnistía. ¡A ver si va a pasar algo parecido el 21 de diciembre…!

(Ángel Luis López Villaverde. La Segunda República (1931-1936). Sílex. Madrid. 2017. Veinte euros)

(John Reed. Diez días que estremecieron el mundo. Akal. Madrid. 2004. Once euros)