domingo, 30 de julio de 2017

'Julio César'

Porque don Juan tiene hoy comida familiar que acaso se alargue, desayunamos en el Teo. Están montando en la plaza unos artefactos descomunales con aire de película futurista: o bien acaban de llegar los extraterrestres o los seres humanos se aprestan a la colonización de otros planetas.
—Don Juan, se nota que no frecuenta usted las ferias ni los parques de atracciones: a eso es a lo que se parecen estos chismes, a atracciones de feria.
—Y quizá lo sean —duda inesperadamente don Juan.
—No lo son, don Juan: yo solo he dicho que se parecen. Para la feria falta un mes.
—El Festival es también una feria; es decir, una aglomeración de personas que acuden con diversos propósitos y se concentran aquí en gran número durante poco tiempo: hay que entretenerlos y, de paso, aligerarles la bolsa. Así viene ocurriendo desde la más remota antigüedad y ocurrirá mientras el mundo sea mundo.
—Pero esta maquinaria que llena la plaza es cosa del propio Festival: el espectáculo de la clausura. Dicen que será muy atractivo.
—Vendremos a verlo. Mientras tanto, piénsenlo a la luz de lo que comentábamos el otro día: el Festival se siente obligado a huir del elitismo; la clausura es ocasión formidable para ello: se puede montar en la plaza un gran espectáculo, a medio camino entre el circo y la ceremonia inaugural de las olimpiadas, que satisfaga a cualquier posible espectador y lo deje con la boca abierta. ¡A ver quién lo critica!
—O sea, don Juan: ¿piensa usted que se trata de una simple maniobra demagógica para engatusar al vulgo y congraciarse con él?
—No. Pienso que debe haber de todo y que la directora del Festival, cuya inteligencia y habilidad están demostradas, lo piensa también. Acuérdense de las romerías religiosas, por ejemplo: su principal objetivo será salvar las almas de los fieles, llevarlos por el buen camino que conduce al cielo; sin embargo, tan elevado designio no excluye otros más pedestres; es más: los buscará intencionadamente para el fortalecimiento de aquel. Lo mismo ocurre aquí: de cuanto se ofrece cada uno se quedará con lo que prefiera, pero al final saldrán ganando el teatro clásico y los bolsillos de los almagreños, que para eso se ideó este tinglado.
—¿El teatro clásico?
—Y lo que pulula a su alrededor. Hace cuarenta años el teatro clásico en España estaba tan muerto como los trilobites; y, como los trilobites, era asunto de especialistas —principalmente filólogos— y de algunos friquis. Hoy el teatro clásico ha resucitado: llega a los escenarios con regularidad, hay un público amplio y entendido que acude a verlo, y da de comer a mucha gente. No es poca cosa. Pero nadie pretende que el público del teatro clásico sea mayoritario: ya lo fue hace cuatro siglos cuando era cultura popular; hoy es alta cultura: para cultura popular quedan el fútbol y los parques de atracciones.
—¿Qué le ha hecho a usted el fútbol?
—Nada. Saben ustedes que no tengo nada contra el fútbol: no es alta cultura, desde luego, pero es cultura popular característica de nuestros días.
—¿Cuál es la diferencia entre cultura popular y alta cultura, don Juan? —pregunto sin segundas intenciones.
Me mira algo perplejo por si se tratara de una trampa saducea; responde llanamente:
—Los seres humanos se diferencian de los demás animales en que no están sometidos exclusivamente a los dictados de la naturaleza: a lo largo de la historia han ido creando formas de percibir y percibirse en el mundo y de modificarlo que llamamos cultura. La cultura es cambiante y se aprende. Según cómo se aprenda, distinguimos entre cultura popular y alta cultura: grosso modo y entre otras cosas, la primera se aprende por impregnación, involuntariamente y casi sin esfuerzo; la segunda requiere voluntad, estudio y perseverancia.
—Y eso la hace más valiosa…
—De ningún modo. La cultura popular —atarse los cordones de los zapatos, cocinar los alimentos de una determinada manera, santificar las fiestas, fabricar herramientas…— es imprescindible para la vida; la alta cultura, en cambio, es perfectamente prescindible, incluso habrá quien la considere inútil: pero el ser humano es el único animal que disfruta de placeres inútiles.
—Unos mejores y otros peores.
—Dejemos la moral para otro día; quedémonos hoy en el arte: actividad inútil, trabajosa, genuinamente humana y humanizadora. En el Festival, a veces, se nos da la oportunidad de adentrarnos en él y salir sobrecogidos y gozosos, nuevos, más humanos.
—Ponga ejemplos.
—Ayer vimos un Julio César con bastantes defectos, pero emocionante y hermosísimo. Él solo justifica los cuarenta años del Festival.
—Aunque al vulgo haya que darle fútbol y parques de atracciones… —digo por lo bajo.
Don Juan hace como que no se entera: ya le volveré a preguntar.


domingo, 23 de julio de 2017

Migas del Festival

Ayer la organización del Festival exhibió unas muestras de la cocina del Quijote en el patio —claustro le dicen, a saber por qué— del Museo Nacional del Teatro; luego convidó a migas a todo el que quiso acercarse. Don Juan lo lee hoy en el periódico; se acuerda de Quevedo:
—Quevedo, uno de los españoles con más mala uva de la historia y un talento enorme desperdiciado en ruindades y baratijas, dio la receta para ser culto en veinticuatro horas; tan eficaz, a su juicio, que ya toda Castilla / con sola esta cartilla / se abrasa de poetas babilones / escribiendo sonetos confusiones; / y en la Mancha pastores y gañanes, / atestadas de ajos las barrigas, / hacen ya Soledades como migas. Naturalmente, la intención de Quevedo era ridiculizar a Góngora —que había muerto: hay que ser borde— y a sus secuaces —los poetas babilones que escriben sonetos confusiones: brillantes sintagmas—; el resto le traía sin cuidado, pero nosotros podemos preguntarnos para qué iban a querer producir Soledades los pastores y gañanes manchegos.
—¿Para qué?
—Para nada, claro.
—Entonces, ¿por qué nos lo cuenta?
—Porque acaso los del Festival hayan visto alguna relación entre migas y cultura, y pensado que, si le dan migas al pueblo, quizá lo arrastren a las Soledades.
—Don Juan, habla usted en jerigonza, parece un poeta babilón —dice alguien.
Don Juan sonríe complacido: le gusta que vayamos aprendiendo. Prosigue:
—Estos días he oído muchas veces que el Festival es un acontecimiento evento, sueltan algunos— cultural de primer orden. No lo dudo; ahora bien: ¿están ustedes seguros de que para los almagreños lo es?
Quedamos perplejos. Don Juan repite la pregunta:
—¿Ven los almagreños en el Festival una cosa relacionada con la cultura?
—Habrá de todo —supone el prudente.
—Habrá de todo, desde luego. Pero tal vez en la organización del Festival cuenten con datos más precisos; a lo mejor han hecho estudios para conocer la actitud de los almagreños respecto al festival, y algo no les cuadra.
—¿Qué supone usted?
—Yo solo puedo hacer sociología de casino sin validez científica: no soy de aquí, vengo de higos a brevas, no conozco la idiosincrasia almagreña, hablo con poca gente, me muevo en contados sitios… Lo que yo les diga carece de importancia.
—Díganoslo de todas formas.
—Supongo que una buena parte de los almagreños, y Almagro mismo, constituyen simplemente el marco incomparable del Festival, el escenario, magnífico y pasivo, de la representación; para un número considerable y cada vez mayor, el Festival es parte de una industria —formal o informal— que en julio hace el agosto; habrá quienes lo miren como una fiesta: aglomeración de gente y de ofertas de diversión a la que hay, por lo menos, que asomarse; no pocos abominarán de los ruidos y otras molestias; bastantes, sobre todo en las periferias geográficas, sociales o de edad, casi no se enterarán de lo que pasa; no faltarán quienes sientan, con variable nivel de irritación, que los beneficios del Festival siempre paran en los mismos bolsillos, o sea, que siempre seleccionan al hijo de la vecina para trabajar en lo que sea y “al mío no le toca nunca”; una minoría —¿inmensa? y libre de prosaicas preocupaciones— se interesará por lo estrictamente teatral y sus agregados culturales; otra minoría no despreciable se entregará a la ostentación y a los cotilleos faranduleros; ciertos tiquismiquis con ínfulas de hidalgos percibirán como una afrenta al sacrosanto honor almagreño cualquier nimiedad que les disguste…
Hace una pausa; toma un trago del jerez; cierra:
—Y hasta podría ocurrir que sectores más o menos amplios de la población pensaran que esto de la cultura en general —no digamos la alta cultura— es un entretenimiento tonto, superfluo, elitista, de gente estirada, cursi y pedante, que no vale para nada: una forma boba de tirar el dinero.
—Pero están equivocados…
—¿Y qué? En los tiempos que corren ningún responsable público, ninguna institución, quiere que lo tachen de elitista: lo que se lleva es ser popular y participativo. Participativo es la palabra de moda: fíjense y verán.
—Es bueno que la gente participe, don Juan.
—O no: según… cada uno sabrá lo que hace. A mí no me gusta que me empujen a participar: ya veré yo lo que me conviene. Pero los del Festival parece que sí quieren ser populares y participativos: por eso van a los barrios, invitan a gentes desfavorecidas, hacen actividades con niños, las sacan a la calle… o reparten migas en el Caballo. ¿Será eficaz, es decir, hará eso que los almagreños se arrimen a la cultura? ¿O se quedará en mera operación de márquetin: aplebeyamiento populista que los vacune contra cualquier tentación de elitismo?
Y ahí deja la pregunta: yo no sabría contestarla.

domingo, 16 de julio de 2017

"Apresúrese a ver Córdoba"

Estuvimos en la plaza de Santo Domingo viendo Eco y Narciso, comedia muy digna, con una tercera jornada emocionante, cuya representación no le gustó a don Juan.
—Los versos suenan a carraca tartajosa. No sé si Calderón merece este maltrato.
Por la calle de Bernardas —todavía preciosa— fuimos a Mayor de Carnicerías, y de ahí a la plaza a ver si tomábamos unas copas. A don Juan Mayor de Carnicerías le pilla a trasmano; no suele pasar por ella. Anoche le llamó la atención una casa frente al pósito, envuelta concienzudamente en plásticos como si Christo hubiera andado por Almagro y dejado aquí huella de su ingenio. Mientras los demás caminábamos resueltos al abrevadero, él se quedó atrás, la estuvo mirando despacio, apartó una valla, levantó el plástico, metió la cabeza sin miedo a que los viandantes lo tuvieran por lo que no es… y al cabo de un ratillo regresó al centro de la calle, se sacudió la ropa, volvió a mirar la casa y se nos unió a paso ligero; en la tertulia estamos acostumbrados a estas rarezas de don Juan: nadie se extrañó ni él hizo comentario ninguno.
Esta tarde, de sopetón, don Juan pregunta:
—¿Sabrán los jóvenes quién fue Castilla del Pino? ¿Se acuerdan ustedes?
Hago memoria: por lo que a mí respecta, vagamente. Don Juan no espera contestación; sigue:
—Carlos Castilla del Pino fue uno de tantos intelectuales de primer nivel sobre los cuales apenas muertos se amontona el polvo del olvido. Esta semana tres cosas me lo han recordado.
—¿Qué ha ocurrido, don Juan?
—Nada extraordinario. Que el otro día en los sesenta años de Primer Acto se habló de Triunfo: Castilla del Pino escribía en Triunfo a menudo; que alguien —no recuerdo dónde ni quién— ha rescatado hace poco un artículo suyo en la revista que tuvo cierta repercusión; y que he estado leyendo el Examen de ingenios de Caballero Bonald y la semblanza tan aguda que le dedica. Ya ven: un recuerdo que se salva por casualidad. Además, me he dado el gusto de volver a las memorias de Castilla y he leído de nuevo el artículo de Triunfo: nos viene al pelo.
—¿Qué dice el artículo? ¿Por qué nos viene al pelo?
—El artículo se llama “Apresúrese a ver Córdoba”; se publicó el 20 de enero de 1973; nos viene al pelo porque habla de la pérdida del patrimonio y el diagnóstico que hace le cuadra perfectamente a este pueblo de ustedes.
—Resúmanoslo, haga el favor.
—Dice Castilla que, porque España no tuvo revolución industrial, conserva más patrimonio histórico construido que otros países donde sí la hubo; añade que esta suerte derivada de una anomalía histórica debería aprovecharse con inteligencia y sensatez; pero teme que ello no sea posible debido a la incuria y al egoísmo de quienes lo tienen en sus manos: esas gentes que de boquilla ensalzan los valores patrios y se emocionan con el glorioso pasado mientras en realidad están más pendientes del bolsillo que de otra cosa. Por eso invita a visitar Córdoba cuanto antes si usted, querido lector, pretende tener idea de lo que Córdoba era, porque de algo de lo que fuera puede no quedar huella alguna cuando venga o, por el contrario, puede hallarlo todavía, pero bajo la forma de esperpento.
—Una exageración —proclama el optimista—: Córdoba está hermosísima.
—Córdoba está hermosísima, sí. Ahora bien, eso no le resta fortaleza a la argumentación de Castilla. En primer lugar, porque podría estarlo más; en segundo lugar, porque quizá esté hermosísima para los turistas y menos para los residentes; es decir, es posible que Córdoba haya convertido su patrimonio en mero adorno con que deslumbrar a los de afuera, mientras que ha destruido —forma extrema de alienación, dice Castilla— todo cuanto le había venido otorgando identidad. Miren Ciudad Real. La alcaldesa sin sonrojarse presume de riquísimo patrimonio. Tal vez lo conserve, aunque en forma de esperpento: media docena de edificios notables huérfanos del contexto que les dio sentido.
—Pero ni Córdoba ni Almagro han llegado a tanto.
—Tenga paciencia, que todo se andará. Para ver lo que se ha perdido y lo que pervive en forma de esperpento basta un breve paseo. Un día lo haremos. Mientras tanto, en la calle Mayor de Carnicerías se está produciendo otra baja irreversible. ¡Y los estetas, preocupados por las sillas de la plaza!
—Hombre, don Juan, tendrán permiso.
—Los estetas no lo precisan; los otros tendrán permiso para rehabilitar, que es lo que pone en el cartel; si lo tuvieran para demoler, no se esconderían tanto.


domingo, 9 de julio de 2017

Sacristán, Premio Corral de Comedias

Hablamos desganadamente del tiempo; hay quien se impacienta:
—Don Juan, ¿no lo han invitado este año al Premio Corral de Comedias y a la inauguración del Festival?
—Y estuve.
—Cuéntenos, hombre.
—Si fui capaz de interpretar bien los signos de los tiempos creo que asistimos a un cambio de era.
—¿Signos de los tiempos?
—Dos muy elocuentes: nadie pronunció la palabra emblemático; y, en el vídeo, un señor de marcado acento catalán sentenció que Sacristán es un referente de la escena nacional, sobre todo de la española.
Don Juan hace una pausa; mira alrededor; las caras varían entre el escepticismo y la curiosidad. Pregunto lo que espera:
—¿Qué significan?
—Lo de emblemático, que ha concluido —ojalá— una manera ostentórea de entender lo público: aquella que a todo alcalde, presidente de diputación o periodista corifeo les prescribía asociarse con un edificio o evento emblemático así faltara para el pan. En la historia española reciente lo emblemático sustituyó a lo lúdico, igual de inane pero más barato. Sería curioso estudiar estas palabras —y algunas de su caterva— como fósiles guía de etapas históricas o estados de ánimo colectivos.
Las caras de escepticismo se acentúan. Don Juan prosigue:
—Lo de Sacristán, que definitivamente España y Cataluña divergen, aunque el ciudadano espectador —acaso emulando a Rajoy— no atinara a expresarlo mejor.
En el corro no estamos para divagaciones; alguien apremia:
—¿Y qué más?
—Las inauguraciones del Festival, demasiado largas, suelen ser menos aburridas que otros actos de la misma especie: tal vez porque eligen bien a premiados e intervinientes, y porque no meten en el mismo saco a los políticos y a la gente de la cultura.
—Cuente cuente…
—Las cualidades eutrapélicas de Natalia Menéndez y su condición sedante se han ido perfeccionando con el tiempo; ya son muy obvias: se echarán de menos. Ella condujo el acto con discreta eficacia.
—¿Quién hizo los elogios?
—Gentes del oficio muy en su papel. La laudatio oficial, Gomá Lanzón. Me gustó mucho.
—¿Por qué?
—Gomá Lanzón, joven entrado en años, gasta un porte casual que transparenta buena familia y éxitos presentes; gasta también una escritura limpia, clara, elegante; lee lo escrito con voz calma, envolvente, en la que se cuela de cuando en cuando cierto tonillo profesoral. Nos habló de los premios, del envejecimiento, de la vida ejemplar; recurrió a una cita inevitable de Fernández de Andrada; todo ello se lo aplicó a Sacristán, y le salió un hermoso discurso que el público aplaudió entusiasmado.
—¿Ningún reproche?
—Un par de tópicos bien sobados: que envejecer es buena cosa sobre todo si se miran las alternativas, y que hay que añadir vida a los años, no años a la vida.
—¿Los políticos dieron la talla?
—Benzo, el Secretario de Estado, pronunció un buen discurso al que solo se le puede reprochar redundancia: dedicó la mayor parte al elogio de Sacristán, que ya estaba bien elogiado por todos los demás; el Consejero de Educación y el alcalde pasaron el examen con suficiencia; desentonó el Presidente de la Diputación.
—Lástima.
—Los discursos del Presidente de la Diputación son triviales, deslavazados, de piñón fijo. Dice siempre las mismas cosas en los mismos momentos, no se sale de dos o tres lugares comunes sazonados con chistecillos de dudosa gracia. En esto —y en más cosas— se va pareciendo peligrosamente a su antecesor. Menos mal que no muestra querencia por los adjetivos extravagantes. Al terminar citó a León Felipe. Con eso está dicho todo.
—En Almagro quedan aún convencidos de que la poesía es un arma cargada de futuro.
—Ellos sabrán.
—¿Sacristán?
—Muy bien. Es un anciano menudo, lúcido, de aire distraído, de dicción áspera y poderosa, al que uno puede imaginar bajo la olma de la plaza, el cigarro en la mano, contando historias ejemplares, taumatúrgicas, a jóvenes que lo oyen con respeto. Los jóvenes llegarán a viejos, se acordarán de él... contarán de nuevo las mismas historias primordiales donde cabe todo el saber de la humanidad. A partir del sombrero talismán narró una existencia mágica que ha dado cobijo a casi todas las existencias posibles. Por el mundo pasamos gentes grises, todos los días iguales en nuestra vileza o en nuestra heroicidad; pasan también —bienaventurados— los que en una vida encierran sin incoherencia muchas. Se emocionó Sacristán; nos emocionamos todos. Y, sin embargo…
—¿Qué?
—¿Era imprescindible el cojonudo sobresdrújulo para calificar un premio que a Sacristán le satisface? ¿Solo se puede estar acojonado ante la presencia imponente de Sacristán?


domingo, 2 de julio de 2017

Pensar la plaza

Por la ventana del Marqués miramos la plaza. En la solana empieza a dar la sombra: se van llenando las terrazas con gentes diversas entre las que predominan turistas culturales y bohemios a sueldo del Festival. En la umbría aún da el sol, pero las mesas y las sillas forman ya la red donde caerán los clientes dentro de un rato. Algunos niños juegan al balón; veloces adolescentes en bicicleta pasan esquivando a los que se hacen fotos con aire de artístico ensimismamiento. La portada de El País, bajo el epígrafe de ideas, lanza el reto de controlar las masas de turistas.
—Llamazares también nos echó ayer el mismo sermón; y, según dicen, los barceloneses abominan del turismo, que hace dos o tres decenios los puso en el mundo e hizo de su ciudad la más cool del planeta.
—¿De qué planeta? —pregunta inocente don Juan.
—¿De cuál va a ser, hombre? ¡De este nuestro!
—Antes existía El Planeta de los Toros.
—De eso no se acuerdan más que los viejos.
Los viejos nos acordamos también de cuando la plaza era un lugar apacible, de pocos bares, que los domingos tras la misa o al caer las tardes del verano se llenaba de paseantes metódicos como agrimensores recorriéndola incansables de este a oeste y de oeste a este con la tenacidad de las yuntas. Entonces los turistas eran exotismos distinguidos a quienes los indígenas mirábamos un poco incrédulos y asombrados: ¿a qué vendrán?
—Ahora sabemos perfectamente a qué vienen —cuela el cínico.
—¿A qué?
—Los turistas integran dóciles rebaños que se dejan ordeñar sin oponer resistencia. En Almagro, cuando llega la temporada, los ordeñadores se apostan a ambos lados de la plaza y se aplican a la tarea con inmisericorde rigor: no lo hacían mejor los indios de las praderas que esperaban las manadas de bisontes ni los cocodrilos que aguardan a los ñúes en el río Mara.
—El turismo es un negocio igual que otro: el turista viene por la promesa de ciertas recompensas, le ofrecemos determinados servicios, nos paga lo que corresponde y quedamos en paz: como el que vende zapatos o instala televisores —matiza alguien que está en el sector.
—Es cierto —habla don Juan—. Sin embargo, hay algunas diferencias.
—¿Que al turista se le puede dar gato por liebre? —insiste el cínico.
—No. Eso nos trae sin cuidado. Los turistas no son niños ni tontos: ellos sabrán por qué vienen y a qué; conocerán sus derechos; procurarán que lo que les den esté a la altura de lo que pagan; si no, que reclamen.
—¿Entonces?
—En casi todas las actividades económicas, los empresarios ofrecen un producto o servicio que han creado y costeado con sus propios recursos: justo es que se lleven el beneficio. En el turismo, en cambio, el producto básico es de todos, todos lo costeamos: sin embargo, los beneficios se los llevan solo unos pocos.
—Explíquenos eso, por favor.
—El sol, las playas, los parques nacionales, las montañas nevadas, los yacimientos arqueológicos, los museos, los conjuntos monumentales de las ciudades… son de todos, se mantienen y cuidan con los impuestos de todos, entre todos pagamos las carreteras que llevan a ellos, las campañas publicitarias que los promocionan…
—Y los hosteleros se los apropian y no nos devuelven ni las gracias.
—No solo los hosteleros: todos los que viven de esto, que son infinitos.
—Pagan impuestos.
—No más que el resto. Y en muchos casos nos deterioran o roban las joyas que les prestamos sin cobrarles alquiler. Fíjense en la plaza de Almagro. El principal problema que tiene no es el que los estetas se empeñan en difundir con insistencia miope.
—¿Cuál?
—La acumulación de mesas, sillas y otros abundantes cachivaches que proliferan como plaga. Tal acumulación no es problema ninguno; es solo el síntoma de una enfermedad grave, bien estudiada en otros sitios: la privatización de los espacios comunes a efectos de explotación turística. Naturalmente la privatización conlleva la expulsión del ciudadano normal en beneficio del turista rebañego.
—No exagere, don Juan: nosotros estamos en la plaza.
—Cada vez menos tiempo. Salvo el estanco, una mercería, una tienda de ropa, otra de ultramarinos, la farmacia... en la plaza no quedan establecimientos que ofrezcan algo útil a los almagreños.
—Quedan los bares, un servicio esencial.
—Muchos, muy caros y sin clientes autóctonos; no tardarán en venir los alojamientos legales o furtivos. En ciertos días y a ciertas horas el almagreño corriente no pisa la plaza. Si la tendencia sigue, dentro de poco nadie vivirá en ella.
—¿Hay remedio?
—No lo sé. Pero deberíamos darnos cuenta de la enfermedad, o sea, pensar la plaza.