domingo, 25 de junio de 2017

Dominicos

Un día de estos se irán los dominicos. Alguien llorará en Facebook lágrimas de cocodrilo; acaso haya concentración de velas y ositos de peluche como la hubo cuando se fueron las monjitas —adolescentes que eran— de la plaza de Santo Domingo. No existe riesgo de inundación; tampoco de que Almagro despierte de la siesta: el llanto no desbordará Pellejero; a la mayoría de los almagreños, metida en sus asuntos, le importará muchísimo menos que si cerrara Mercadona.
—¿Qué opina usted, don Juan?
—Que hacen muy bien los almagreños en no darse por aludidos. Los dominicos llevan fuera de Almagro treinta y cinco años poco más o menos.
—Se equivoca, don Juan: todos los días veo al padre Baldomero de tertulia con otros viejos en la Encajera y, de vez en cuando, al padre Vicente dando vueltas por ahí. Si acudiera usted a misa, también los vería.
—Ya: dos ancianos como hay tantos, como yo mismo, sin importancia ninguna: cuando faltemos nadie lo notará. El último dominico en Almagro fue el padre Fernando. Su figura es trágica a la manera antigua.
—¿Por qué?
—Porque en circunstancias adversas se creyó el hombre providencial llamado a restaurar la presencia pública, el poder y la influencia que los dominicos ya habían perdido. Fracasó, claro está; pero hay que reconocerle inteligencia práctica, notable capacidad de seducción, y un coraje rayano en el fanatismo.
—Explíquenos eso, por favor.
—Al comienzo del siglo XX los dominicos se instalaron en el convento de las calatravas; vivieron muy plácidamente en Almagro hasta la Guerra: el seminario lleno, el pueblo a sus pies, nadie les tosía ni les disputaba la posición de preeminencia. Pero en la Guerra, naturalmente, padecieron sevicias atroces: veintitantos murieron asesinados.
—¿Por qué dice usted naturalmente?
—Porque lo contrario hubiera sido una excepción muy improbable. En los primeros meses de la Guerra la maquinaria estatal de la República se derrumbó; su lugar lo ocuparon hordas extremistas que cometieron abundantes salvajadas. Alguna vez tendremos que hablar con claridad de estas cosas e incorporarlas a lo que se ha dado en llamar “memoria histórica”: quizás el mismo día en que ya no quede ningún cadáver tirado en la cuneta o enterrado, contra la voluntad de sus deudos, en el Valle de los Caídos.
—¿Qué pasó después?
—Que las aguas volvieron a su cauce... hasta los años sesenta. A partir de ahí se precipitaron sobre los dominicos tres desastres fatales: el II Concilio Vaticano —y el consiguiente aggiornamento de la Iglesia—, que alteró las relaciones entre el clero y el pueblo y provocó —habrá almagreñas que se acuerden— la defección de numerosos frailes y seminaristas; el desarrollo económico y la modernización de la sociedad, que enfriaron notablemente el fervor religioso de los españoles y convirtieron las vocaciones en rarezas; y la proliferación de institutos —o secciones delegadas— de bachillerato, que para los adolescentes listos del mundo rural supuso una alternativa poderosísima a los internados de curas y frailes. El padre Fernando fue incapaz de entender que tales cambios eran irreversibles: combatirlos mediante el deporte, la formación profesional, el liderazgo individual o las intrigas políticas suponía un esfuerzo tan osado como inútil. Desde entonces la presencia de los dominicos en Almagro ha sido irrelevante.
—Y, encima, se llevan el Cristo—recuerda el descreído.
—Efectivamente: ni aposta hubieran conseguido una despedida tan mustia.
—Se les olvida a ustedes la universidad —interviene el católico.
—No fue un pozo de ciencia. Ni siquiera se parecía remotamente a las de Salamanca o Alcalá. En realidad andaba en el pelotón de las torpes, es decir, el de las universidades menores —Baeza, Osuna, Sigüenza, Oñate, Ávila, Osma…—, ninguna de las cuales contribuyó mucho al avance del conocimiento. Eran pobres, tenían escasísimos alumnos, malos profesores, ningún prestigio que transmitir a los egresados… o sea, formaban filósofos nutridos de sopa de convento, teólogos de vuelo rasante o gramáticos a quienes les costaría recordar la primera declinación latina. Si pudiéramos investigar la trayectoria vital de los titulados en el Colegio de Nuestra Señora del Rosario, veríamos que ninguno llegó demasiado lejos… como mucho serían buenos frailes o buenos formadores de frailes.
—Salvarían almas —ironiza el descreído.
—Y salvaron vidas —dice don Juan sin ironía—. Muchos niños espabilados se libraron de la pobreza o de la esclavitud de la tierra —es decir, llevaron una vida más digna y mejor que a la que parecían predestinados— gracias a las instituciones educativas de los dominicos: estarán eternamente agradecidos. Pero ese es otro cantar del que hablaremos más adelante.

domingo, 18 de junio de 2017

Esencias

Algunos lectores han preguntado qué quería decir don Juan el otro día con eso del paisaje lingüístico y el anuncio de Bodybell. Venía dispuesto a trasladarle la pregunta, pero los amigos toman la delantera: ellos también se han quedado en ayunas. De modo que pongo atención:
—Sin meternos en profundidades, paisaje lingüístico es el conjunto de todas las manifestaciones escritas de una lengua —o de unas lenguas— que podemos ver —y leer, si sabemos— en un determinado espacio público: rótulos, carteles, anuncios, esquelas, pintadas, avisos, bandos, publicidad… Hay estudiosos más estrictos que otros a la hora de inventariar qué elementos forman parte del paisaje lingüístico y cuáles, aun siendo mensajes escritos, no forman parte de él, pero es una cuestión menor.
—¿A quién le interesa eso? ¿Para qué vale? —interrumpe el práctico.
Don Juan se atufa un poco ante esta clase de impertinencias; sabe, sin embargo, que la ignorancia es muy atrevida: lo mira por encima de las gafas, sonríe —pensará en las palabras de Nuestro Señor Jesucristo: Padre, perdónalos…— y responde con calma:
—Les interesa a muchos y vale para muchos propósitos. A nosotros, por ejemplo, una ojeada al paisaje lingüístico de la plaza en 1610 nos basta para notar que el cuadro no es de 1610 sino del mes pasado.
—¿Por qué?
—Porque hay una tienda de esencias. Una tienda de esencias en 1610 causaría la misma extrañeza que si hoy viéramos otra de fenómenos o de apariencias… o de conceptos, accidentes, atributos, circunstancias: mercancías abstractas que solo un loco o un guasón intentaría vender.
—Explíquese, por favor.
Esencia era en 1610 un tecnicismo —de filósofos, teólogos, físicos que significaba ‘el ser de la cosa’; es decir, ‘aquello que constituye la naturaleza de las cosas, lo permanente e invariable de ellas’. Y en la lengua común se usaba la locución ser de esenciaEs de esencia que todo caballero andante haya de ser enamorado, dice un personaje del Quijote— para indicar que algo es característico, propio, inseparable o imprescindible. Nada más. Lo sabe cualquiera que haya leído a los clásicos.
La ingenuidad de don Juan es candorosa: tal vez suponga que cualquiera ha leído a los clásicos.
—¿No fabricaban y vendían esencias en 1610?
—Claro. Pero no les daban ese nombre. De ahí que esencia sea un anacronismo tan grande como si hubieran puesto el anuncio de Bodybell: había perfumes y cosméticos de muchas clases; no existían cadenas de perfumerías.
—Luego el grabado es una falsificación…
—Yo no digo tanto: digo únicamente que no es de la época de la que dice ser. En el mejor de los casos será una reconstrucción ideal de la plaza en 1610 que se ha grabado echándole ciertas dosis de imaginación, algunos detalles bien conocidos y una completa ignorancia de la historia de la lengua. Los del cine, en las películas de romanos, hacen lo mismo —reconstruir idealmente el mundo de Roma—; pero procuran asesorarse para lograr un mínimo de verosimilitud: que a los extras no se les vea el reloj de pulsera. En nuestro grabado, esencias es un reloj de pulsera demasiado grande: tapa cualquier asomo de verosimilitud.
—¿Y en el peor de los casos?
—En el peor, el grabado es un anzuelo de pescar incautos. ¿Se acuerdan ustedes de las películas del Oeste? A menudo aparecían buhoneros ofreciendo remedios milagrosos para la calvicie. ¡Y lograban venderlos! En nuestros días aún quedan primos que caen en el timo de la estampita: no les tengo lástima.
—¿Los de Almágora hacen de primos aquí?
—Los conocemos; debemos creer que no: habrán puesto el grabado como mera curiosidad.
—Podría ser una broma.
—Ojalá. Gastarles una broma a los crédulos no estaría mal.
—¿Por qué no dicen nada los historiadores?
—Están en sus cosas, predican en sus púlpitos, tienen su prestigio: no van a caer tan bajo.
—Entonces, ¿por qué habla usted?
—Yo no soy historiador. Además estoy jubilado, soy viejo: puedo hacer y decir lo que me dé la gana. Ahora bien, si me meto en este berenjenal es por dos razones: porque ustedes han preguntado, y por respeto a la lengua. Imaginen que en el dibujo apareciera un automóvil: sería el hazmerreír; a continuación piensen que la tienda de esencias es un disparate tan grande o más: nadie se ha dado cuenta.
Saben ustedes que don Juan es persona tolerante. Pero se enfada por nimiedades lingüísticas. A estas alturas ya no tiene remedio.


domingo, 11 de junio de 2017

Exposiciones

Ayer echamos la mañana a exposiciones. Don Juan es adicto; ahora bien, no siempre sale satisfecho: qué se le va a hacer.
Empezamos en el Centro de Recepción de Visitantes. Me cuesta un rato ver la exposición, es decir, caer en la cuenta de que allí han puesto algo para que lo veamos: en un sitio donde hay tantas cosas que distraen, las fotos quedan pequeñas y los textos apenas destacan en el blanco de las paredes; miope como soy, a cada instante tengo que quitarme las gafas y pegar las narices a los letreros. De modo que me desentiendo pronto; en la calle gozo de la exposición del mundo: turistas vestidos de turistas, ancianos que charlan a la sombra de los árboles, niños sueltos, jóvenes mamás, una ceremonia —con música y todo— en el monumento a la encajera. Sale don Juan; sin que le pregunte, dice:
—Horcajada tiene cualidades y vocación de artista —de poeta ya lo sabíamos, de fotógrafo nos enteramos ahora—, pero no sé si se toma las cosas en serio.
—Usted lo elogia siempre.
—Elogios merecidos. Sin embargo, creo ver en él demasiada satisfacción consigo mismo: quizá tan abundantes cualidades le veden el esfuerzo de aprender. Aquí, por ejemplo, las fotos son mejores que los textos —él sabrá por qué los llama poéticas: descuidados, efectistas, con abundantes lapsus ortográficos y tipográficos, y lamentables descensos al dialecto formulario de la televisión.
La siguiente estación es en la Universidad Popular. Cuando llegamos la están preparando para una boda. Aun así, entra don Juan al II Salón del Poema Ilustrado. Yo me quedo en el patio: la ingenuidad de las bodas —ay, la osada proclamación pública de amor eterno— y la luz hiriente de la mañana me interesan más.
—No se ha perdido usted nada —informa don Juan al cabo de diez minutos—. Aunque hay poemas estimables, la mayoría no levanta de la trivialidad bienintencionada. Las ilustraciones otro tanto; y la presentación rebosa desaliño. Si quieren que esto sobreviva han de esmerarse; de lo contrario degenerará en ejercicio escolar.
—¿Cómo se hace?
—Usando un harnero más exigente.
Mientras habla vamos paseando por las galerías; el aula del fondo tiene la puerta abierta; nos asomamos. Allí hay otra exposición mucho más modesta: trabajos finales de los alumnos. Don Juan la recorre despacio:
—El que sigue voluntariamente y con aplicación un curso —de lo que sea nos da dos lecciones morales. Una de modestia: reconoce que no sabe o que sabe menos de lo que le gustaría; otra de diligencia: se esfuerza y persevera en el aprendizaje. Parece que estos van por buen camino. No estaría mal que los del otro salón tomaran ejemplo.
Acabamos el paseo en San Agustín. La exposición de Almágora sobre la plaza es sencilla y, si no rigurosa, eficaz: enseña muy didácticamente su evolución. Me gusta mucho: las fotos, ¡la maqueta!, alguna pintura, los vídeos del Nodo… Don Juan hace que repare en la primera pieza, la vista de la plaza en 1610:
—¿Ha oído usted hablar del paisaje lingüístico?
—Yo no, don Juan.
—Otro día se lo explico. Por ahora le basta saber que el grabado quizá represente con toda exactitud cómo era y lo que había en la plaza al comienzo del siglo XVII: no lo sé; lo que sí sé es que el paisaje lingüístico resulta anacrónico: le falta un anuncio de Bodybell.
No lo entiendo; no me da tiempo a preguntarle: él ya está atento a la última foto:
—Lo vivo es sucio y cambiante. Quizás algunos desearan una plaza pulcra como pieza de museo, pero las piezas de museo, aunque sean bellísimas, están muertas. Yo la prefiero viva, promiscua, sudorosa, estridente, plebeya…
—Ándese con ojo, don Juan, o se le echarán encima los cultos.
Don Juan sonríe. Salimos; la plaza bulle:
—Dentro de un orden, eso sí: el orden de la urbanidad, del civismo, del respeto a las normas… y a los clientes —mira a los bares— que les dan de comer.
Para compensar el viacrucis,  don Juan me convida a un vermú en el Marqués:
—¿No hay demasiadas exposiciones, don Juan?
—Considere usted que no solo exhiben objetos; exhiben principalmente vanidades. Y las vanidades son incontables como las arenas del mar, proliferantes y ávidas: más exposiciones tendría que haber para saciarlas.
Luego bebemos sin prisa hablando del 15 de junio de 1977. Cómo pasa el tiempo.

Jesús Miguel Horcajada. “Rescoldos. Exposición fotográfica”. Centro de Recepción de Visitantes. Almagro.
II Salón del Poema Ilustrado. Universidad Popular. Almagro.
“Plaza Mayor: 50 años de su última remodelación”. Iglesia de San Agustín. Almagro.


domingo, 4 de junio de 2017

El 'Contubernio' de Múnich

Llego tarde a la tertulia. No hablan del Madrid, no hablan de Londres, no hablan de Goytisolo. Don Juan —cosa rara— habla de sí mismo. Me siento sin saludar ni hacer ruido; pongo atención:
—Se puede decir que mi conciencia política y posición ideológica quedaron fijadas para siempre hace cincuenta y cinco años por estas mismas fechas. Estoy seguro, incluso, de que a primeros de junio de 1962 me hice ciudadano consciente y adulto.
—¿Se cayó del caballo como san Pablo?
—No: empecé a oír emisoras de radio extranjeras en onda corta: Radio París, la BBC, Radio Moscú, la Pirenaica, la Deutsche Welle, Radio Hilversum y hasta Radio Tirana, emisora nacional de la República Popular de Albania, que a todas horas nos calentaba la cabeza con el camarada Enver Hoxha y el revisionismo soviético.
—Abigarrada mezcla —se asombra el culto.
—Efectivamente. Aquí todas las radios, todos los periódicos aparecían idénticos. Un observador poco atento hubiera pensado que solo era posible mirar la realidad de una manera: la canónica, infalible y unánime que fluía del poder. Oyendo radios tan distintas se entendía de sopetón que no, que siempre caben miradas diferentes.
—¿Qué le llevó a las radios extranjeras?
—Menéndez Pidal. Don Ramón —que ya pasaba de los noventa años— era casi un dios para quienes nos iniciábamos en la filología. Pues bien, el 6 de mayo de 1962 él fue el primer firmante de una carta pública dirigida, de catedrático a catedrático, a don Manuel Fraga Iribarne —luego se quedó en Fraga— en la que resaltaba precisamente que la prensa y las radios extranjeras hablaran de huelgas en España mientras las de aquí callaban. La curiosa elección del destinatario, la carta misma y la polvareda que causó merecerían un rato: otro día.
—¿Dónde había huelgas?
—En la minería asturiana; se extendieron pronto a otros sitios y alcanzaron una magnitud sin precedentes en el franquismo: el 4 de mayo se decretó el estado de excepción en Asturias, Vizcaya y Guipúzcoa. La carta de Menéndez Pidal, el decreto del 4 de mayo y las radios extranjeras me hicieron comprender que España era una anomalía en Europa. Y enseguida vino el Contubernio de Múnich…
—¿Contubernio?
—Otros lo llamaron artificiosa coyunda o turbias promiscuidades. En realidad fue una cosa bastante inocente: aprovechando la reunión del Movimiento Europeo que se iba a celebrar en Múnich los días 7 y 8 de junio, e invitados por él, se juntaron en la ciudad más de cien españoles del exilio y de adentro; hablaron, acordaron y el día 6 firmaron una resolución nada extremista: pedían elecciones, partidos y sindicatos libres, derechos civiles, reconocimiento de la personalidad de las distintas comunidades naturales… Lo normal en Europa y lo que dieciséis años después consagró la Constitución.
—¿Entonces?
—El franquismo no podía soportarlo. Sobre todo le dolió la imagen —¡el contubernio!— de Gil Robles y Rodolfo Llopis dándose la mano: significaba que, de espaldas al franquismo, la Guerra había terminado, que era posible la convivencia en paz de personas e ideologías muy diferentes siempre que se aceptara el juego democrático; significaba también que el franquismo no tenía futuro.
—Pues sobrevivió todavía quince años.
—Ni Franco ni los franquistas eran bobos; fueron capaces de modular el discurso y adaptarlo a las circunstancias; además, tenían la fuerza… y el apoyo de muchísimos españoles: de unos entusiasta, de otros rutinario porque en lo económico las cosas fueron muy bien durante los años sesenta.
—Algunos dicen que el franquismo sobrevive.
—Claro: como sobrevive en nosotros el niño que fuimos o como sobrevive el comunismo en Rusia, el fascismo en Italia, o Pétain —bien visible— en Francia: la historia no se borra. O sí: en la mano de los españoles de hoy está borrar los feos residuos del franquismo que aún perduran; entre ellos el caudillismo, es decir, eso de confiar ciegamente en un hombre providencial que todo lo sabe y para todo tiene remedios. Por lo que veo últimamente el caudillismo goza de muy buena salud.
—¿Qué pasó después?
—Que el 9 de junio se suspendió por dos años el artículo 14 del Fuero de los Españoles; se confinó a varios de los que estuvieron en Múnich y se les impusieron cuantiosas multas. Hubo manifestaciones espontáneas y multitudinarias de apoyo a Franco; cambió el gobierno; el ministro de la Gobernación pronunció un interesante discurso en las Cortes explicando lo sucedido… llegó 1963, la muerte de Grimáu, más huelgas, graves sevicias policiales, el Manifiesto de los 102…
—¿Y usted?
—Me convertí en demócrata radical, la represión franquista me salpicó un poquillo… Ya se lo contaré.