domingo, 26 de febrero de 2017

El silo

Cuando llegamos al Marqués don Juan está leyendo el periódico. Tiene la cabeza echada hacia atrás; los ojos de présbita desmesuradamente abiertos bajo las cejas arqueadas de asombro; en la boca, una sonrisilla preñada de ironía.
—¿Qué le llama la atención, don Juan?
—Pone aquí que el otro día inauguraron el silo.
—Y es verdad: lo han acondicionado para espacio de usos múltiples. Se estrenó anoche con el baile de carnaval. Como usted no va a esas cosas…
—No me hace falta. Son muy jóvenes todos los que salen en la foto; y, por lo que veo, ustedes también —habla con retintín.
—¿Eso es un defecto?
—Tampoco es una virtud. Los jóvenes carecen de memoria.
—¿Por qué lo dice?
—Porque quizá no supieran lo que estaban haciendo.
—Explíquenoslo usted.
—En la España rural de estepas cerealistas los silos constituyen el vestigio más notorio y contundente del franquismo —mucho más que los nombres de las calles, por ejemplo—. Desde la distancia, en la mancha terrosa o blanca de los pueblos, que se pegan al suelo como costra de liquen, las únicas construcciones esbeltas son las iglesias y los silos. ¿Creen ustedes que es casualidad?
No lo habíamos pensado. Sigue don Juan:
—Dejando aparte las exigencias arquitectónicas —¿o ingenieriles?, los silos se levantaron así aposta, para que se vieran bien: si la iglesia proporcionaba el alimento del espíritu, Franco, con la intervención del mercado del trigo, controlaba el alimento del cuerpo. ¿Se acuerdan de la palabrería: “Ni un hogar sin lumbre, ni un español sin pan”?
No nos acordamos. Sigue don Juan:
—Los silos son, entonces, el signo deliberado y obvio de una ideología —la del Movimiento—, de una política —la autarquía— y de un poder —la dictadura—: ahí quedan rotundo puñetazo en los ojos llenando simbólicamente el horizonte con voluntad de permanencia. ¿Es así?
No lo sabemos. Sigue don Juan:
—Curiosamente, pocos reparan en ello. Los paladines de la memoria histórica ponen el acento en algunas cosas imprescindibles —¡enterrar a los muertos dignamente!— y en otras banales, pero prestan escasa atención a las decisivas, a las que, sin que nadie lo note, a todos conciernen. Por eso no se fijan en los silos, no los ven.
—¿Habría que derribarlos?
—Aplicando la lógica integrista de la memoria histórica, sí. Aplicando el sentido común, no: habría que explicarlos. Aunque, en la faramalla externa, Franco pertenezca a la recua de Hitler y Mussolini —los silos mismos copian los de Italia fascista—, su trayectoria en el ejercicio del poder se parece bastante más a la de Stalin, Mao o Castro: dictadores feroces y sanguinarios que nunca fueron derrotados, que murieron de viejos en la cama, que dominaron todos los aspectos de la vida de los súbditos durante muchos años y que, en consecuencia, dejaron una huella, si no indeleble, muy duradera. Conviene tenerlo en cuenta para no pasarse de listos... o de justos, que de justo a fanático justiciero no hay gran trecho.
—Concrete, por favor.
—Miren los pueblos de colonización. Bastantes llevan el apellido “de Franco” o “del Caudillo”; en algunos se han hecho referendos para quitarlo y se han perdido. ¿Creen ustedes que los colonos son estúpidos o pérfidos o fascistas empedernidos?
No creemos nada. Sigue don Juan:
—Los habrá, por supuesto; pero no la mayoría. Simplemente saben que sus antepasados no tenían tierra ni casa, y que Franco se las dio: están agradecidos. Ante eso cabe quitar el nombre a la fuerza o explicar las cosas bien. Lo segundo es más sensato y, quizá, a la larga, más útil.
Como otras veces, yo creo que cabe una postura intermedia: no pensar en ello. Parece que don Juan me hubiera leído el pensamiento
—Ahora bien, lo que no cabe es hacer como si no hubiera pasado nada: la historia ha pasado y nos está pasando: conozcámosla, entendámosla, asumámosla, vayamos al psiquiatra si es preciso, e integrémosla de la mejor manera que sepamos en nuestra vida de todos los días y en la que imaginemos para el futuro. Las personas normales lo hacen así con su vida particular: se pueden reír de los fracasos pasados, o evocar los dramas con serenidad.
—Y del nuevo uso del silo ¿qué opina?
—Que está muy bien: es maravilloso que el símbolo franquista se desacralice en salón de baile, en teatro, en biblioteca… Pero no de manera trivial: explicándolo.


domingo, 19 de febrero de 2017

Herrera

Don Juan regresó el jueves de Madrid. Fui a recogerlo a la estación de Ciudad Real y luego asistimos a la conferencia de Enrique Herrera en el palacio —o lo que sea— que dicen de los Fúcares —o de quien sea: a ver si los historiadores acaban de ponerse de acuerdo—. A mí no me seducen las conferencias: tienen algo de solemnidad impostada, como de ceremonia religiosa en que los creyentes oyen con recogimiento el sermón y se marchan reconfortados a rumiarlo. A don Juan, sí: don Juan es casi adicto.
El templo rebosaba de gente: Herrera tiene muchos seguidores entusiastas y fieles. Nos acomodamos en una de las últimas filas, detrás de tres señoras poco más jóvenes que don Juan que cuchicheaban a menudo y no paraban de moverse. La conferencia se me hizo interminable: casi dos horas, sillas duras, lenguaje sacerdotal —o sea, críptico: serliano, siloesco, la edilicia—, tics profesorales, repeticiones, gotas de demagogia, pellizquitos de monja ecuánimemente distribuidos… Pero a don Juan le gustó:
—Herrera —concede don Juan— es declamatorio y teatral como un predicador evangélico; y, como un predicador evangélico, llena los auditorios y los colma de entusiasmo. No es poco en este Almagro tan renuente a los estímulos culturales. Además posee sólidos conocimientos: ha dedicado la vida a investigar y a difundir los valores artísticos del pueblo, y ha conseguido crear una escuela abundante de discípulos capaces y rigurosos. También entre los legos —nosotros, por ejemplo— ha sembrado la semilla del interés, el respeto y la salvaguardia del patrimonio: el hecho de que tanta gente acuda a oírlo lo demuestra a las claras.
—No sé lo que demuestra, don Juan: todos los almagreños son partidarios de que se conserven los edificios emblemáticos que pertenecen a instituciones; muchos menos aprecian la arquitectura popular; y pocos están dispuestos a acomodar sus conveniencias, intereses o caprichos a esos valores que, cuando se trata del prójimo, sí consideran superiores e irrenunciables: no hay más que darse un paseo por ahí —dice alguien que trabaja en estos asuntos.
—Es posible: muchas fechorías se han perpetrado y no siempre por los particulares. Sin embargo, el conocimiento y la sensibilidad artísticos son ahora mayores que nunca: no se flagelen ustedes ni adopten la actitud plañidera de tantos cultos que se escandalizan por cualquier menudencia. Es más: quizá sea bueno cometer de cuando en cuando pecados veniales para que los cultos, escandalizándose, se reconozcan entre sí y se reafirmen en su conciencia de casta superior.
Las ironías de don Juan nos descolocan cada vez menos. Pregunta uno:
—¿No le encontró defectos a la conferencia de Herrera?
—Apenas. El tiempo y la, tal vez, inadecuada valoración del auditorio. Hubo, es inevitable, algún mínimo desliz sin importancia: Dragonara no está donde dijo que estaba… Y me hubiera gustado oírle más precisiones sobre la puerta norte de la iglesia: las diferencias entre el cuerpo inferior y el superior, el escudo águila bicéfala, corona real—, que merece comentario y puede dar mucha información... Ya se las leeremos en el libro que prometió.
—¿Qué va a ser del edificio, don Juan?
—Lo ignoro, pero así no podrá continuar. El monasterio de la Asunción —habría que decir algo de este dogma recentísimo de la Iglesia Católica: otro día— es la construcción más importante de Almagro; el claustro, uno de los mejores de España. Desde antes de la desamortización ha dado tumbos diversos; con los dominicos pareció hallar tranquilidad; pero ya no hay dominicos en ningún sitio; la Iglesia, si es la propietaria, y las autoridades civiles deberían llegar a algún tipo de acuerdo que asegure la conservación mediante un uso digno. Ellos verán: yo no soy quién para dar consejos.
—La desamortización hizo mucho daño —cuela el católico.
—No hubo una desamortización sino varias. Hoy se cumplen 181 años desde que la Reina Gobernadora firmó el decreto de la más famosa: la de Mendizábal, ni la primera ni la más radical. Las desamortizaciones fueron inevitables y, aun con sus fallos de ejecución, sumamente beneficiosas. ¿Que se perdió patrimonio artístico y cultural? Indudablemente. ¿Que se desperdició la oportunidad de un reparto equitativo de la tierra? También. ¿Que se puso el acento en el pago de las deudas públicas? Sin duda. ¿Qué muchos bienes pasaron de las manos muertas del clero a las manos ausentes de los compradores? Obvio. ¿Qué bastantes eran meros especuladores sin escrúpulos? Por supuesto… Pero de ahí nace la España contemporánea.
—Y no es un ejemplo para nadie...
—Quizá: ya hablaremos de eso.


domingo, 12 de febrero de 2017

Faetón y otros niños malcriados

Don Juan pasa unos días en Madrid. La mayor parte del tiempo don Juan vive ahora en Navaltizón, solo —o sea, con los caseros, entregado al gobierno de su hacienda, a la lectura, a escribir —cada vez menos— y a pasear por el campo. Pero de vez en cuando viaja a Madrid, en el tren; aprovecha para ver a los amigos, comprar libros, visitar exposiciones o ir al teatro si alguien lo convence de que merece la pena; también para ordenar un poco la que durante muchos años fue su vivienda habitual, convertida ya apenas en estación de tránsito.
Esta mañana lo he llamado por teléfono:
—No habrá ido usted a Vistalegre…
—No. Fui anoche al teatro de la Zarzuela a ver La villana. La música de Amadeo Vives, aunque algo ampulosa, es buena; y el texto de Fernández-Shaw y Federico Romero, comprovinciano de ustedes, una notable adaptación de Peribáñez y el comendador de Ocaña. ¿Se acuerda?
—De Peribáñez; de la zarzuela no tenía noticia. En cambio, me está interesando mucho la de Vistalegre.
—Algo de zarzuela tiene el espectáculo, sí: en muchos aspectos, reyerta navajera característicamente española. Pero la trayectoria de Podemos se parece más a una película americana de posadolescentes.
—Eso no lo entiendo.
—La primera vez que hablamos de Podemos le dije que era una supernova. Sin entrar en precisiones astronómicas, las supernovas son estrellas brillantísimas que aparecen inopinadamente en el cielo, duran un tiempo y desaparecen. Mientras brillan, producen fascinación, la gente está pendiente de ellas, y hay quien las considera presagio de catástrofes o buenaventuras. Luego, nada. Exactamente igual que las juergas juveniles: algo que recordar magnificado cuando nos hacemos viejos.
—Sigo sin entender.
—Hace poco más o menos un año, Podemos irradiaba un brillo deslumbrante. Se proponían entonces asaltar los cielos. Hoy sabemos que tal asalto era de vuelo corto: comportarse como adolescentes malcriados en ausencia de los progenitores, y emular a Faetón.
—Don Juan, por favor, déjese de enigmas y mitologías, que yo no tengo nada de erudito.
—Se comportaron como adolescentes malcriados cuando llevaban la prole al Congreso, daban ruedas de prensa sentados en el suelo, alzaban el puño viniera o no a cuento, se abrazaban y besaban con efusividad inconveniente, se repartían los cargos del gobierno de Sánchez, chillaban insultos… Es probable que hasta se bebieran el whisky de papá si no lo tenía guardado bajo llave. Y, en cuanto a Faetón… Faetón era otro niño consentido; le pidió el coche a su padre y lo condujo temerariamente; provocó estragos diversos; Zeus, harto de gamberradas, lo fulminó y dejó que se ahogara en un río. Sus hermanas —es lo único poético, lo que redime la historia— lloran la muerte a la orilla del río convertidas en alisos. Como Faetones de pacotilla, los podemistas también manejaron temerariamente el coche con el que se iban a comer el mundo... hasta que se estrellaron contra las urnas.
Permanezco en la inopia, no pregunto más: consultaré la Wikipedia.
—Aquellos excesos —prosigue don Juan— han traído la natural resaca y el consiguiente y agrio mal humor. Digiriéndola están; y, como es grande —porque grandísima fue la borrachera—, les llevará tiempo.
De eso sí entiendo:
—Parece que algunos hacen mal vino, y que otros no se acuerdan de las promesas y los amores que se juraron tan encendidamente.
—Hay que mirar con quién se junta uno —corrobora don Juan.
—¿Qué va a pasar?
—Sabe usted que no me gustan las profecías. Pero veo dos cosas; una: que la supernova se está apagando, es decir, que Podemos nunca ganará unas elecciones, ni —a poco que los socialistas se esmeren— suplantará al PSOE; como mucho se irá deshilachando hasta consolidarse como un zaleo residual. Y dos, que son la mejor muleta para que el Partido Popular aguante en el poder: mientras Podemos exista, el PP ganará las elecciones sin despeinarse.
—Pues, para ese viaje…
—…no necesitábamos alforjas. Los antiguos estaban convencidos de que el mayor pecado era el pecado de soberbia; los podemistas se han refocilado en él con entusiasmo: ahora pagan —y pagarán— la penitencia. Lo malo es que han dilapidado ilusiones y que se ha perdido la oportunidad de regenerar la política española. Si alguna vez parecieron leones, han quedado en gatitos castrados; si alguna vez dieron miedo —Iglesias lo pretendía—, ya solo dan risa: la risa un poco boba con que ciertos papás aprueban complacidos las travesuras de sus nenes. Cosas de chicos, dicen.


domingo, 5 de febrero de 2017

Sacristán

Sabemos que a don Juan no le gusta demasiado el teatro y que no está al tanto de las ferias de vanidades. Un amigo, quizás para tentarlo —como los fariseos y saduceos a Nuestro Señor Jesucristo—, le pregunta:
—¿Qué opina usted de Sacristán?
Don Juan lo entiende con minúscula:
—Todos los sacristanes que conozco pasaron hace tiempo a mejor vida: el segundo concilio vaticano los condenó a la extinción.
El amigo ignora si don Juan ejerce la ironía o se le ha acrecentado la sordera. Los demás lo mismo.
—Le pregunto por José Sacristán, el actor. ¿Qué le parece el premio?
—Me parece muy bien.
—Pero usted ha ironizado a veces sobre el glamur, las alfombras rojas, los egos hinchados…
—Esto es distinto; no es como los Goyas; no hay alfombras rojas ni egos hinchados: ni siquiera viene la prensa del corazón… Y me parece estupendo que las sociedades y las personas reconozcamos los méritos de los demás y les agradezcamos —de forma sincera, contenida y elegante: sin necesidad de aspavientos— los favores que nos hayan hecho. Además, el Premio Corral de Comedias ha atinado desde el primer año en la elección de los premiados; repasen la lista: ha matado siempre dos pájaros de un tiro, porque ha hecho justicia y ha ensanchado el propio prestigio. No se puede pedir más.
—Pero de Sacristán ¿qué me dice?
—Sacristán tiene, poco más o menos, mis años. En el teatro lo he visto menos; en el cine llevo viéndolo desde que empezó. Creo que es un actor excelente, serio y entregado a los personajes que interpreta y a los directores, que son los responsables de las películas: por eso, sin divismo ninguno, es capaz de resolver con solvencia papeles muy distintos. Personalmente no lo conozco, pero me parece uno de tantos españoles que se sobrepusieron a las adversidades de la Posguerra y sacaron adelante su vocación con habilidad, con perseverancia, inmunes al cinismo del ambiente, y todavía no han olvidado de dónde provienen ni los principios que les permitieron sobrenadar aquel océano deleznable de inmundicia intelectual e inmoralidad.
El énfasis con que don Juan afirma ciertas cosas solivianta a algunos contertulios. Él sigue a lo suyo:
—Del Festival siempre ha hablado bien. Y hace poco —más a su favor— vi  una foto en la que leía un libro de Horcajada: quiere decir que no incurre en el vicio de tantos viejos, sordos a las novedades, y que tiene buen gusto y predilección por la poesía y por Almagro: ¿qué más quieren?
Nosotros no queremos nada. Si alguien pretendía que don Juan le pusiera pegas al premio, se ha equivocado: él sabe bien cuándo viene a cuento la ironía y cuándo no. Y, en una sociedad tan tacaña en reconocer los méritos ajenos y tan proclive a encumbrar cualquier banalidad o a cualquier fantoche, que se aplauda a quien lo merece le da mucha alegría: a ver si cunde el ejemplo. Por eso, ya que va encarrilado, continúa:
—Desconozco quién propone los candidatos al premio. Si es la directora del Festival, también merece reconocimiento. No he hablado nunca con ella, pero la veo discreta, eficiente, rigurosa: sabe dónde pisa y no se permite equivocaciones.
—Pues a algunos almagreños no acaba de convencerles…
—No. Y le reprochan nimiedades: que si está aquí o allá, que si los carteles, que si los reestrenos, que si este espectáculo o el otro… Menudencias de algunos que —quizá— querrían protagonismo, un trozo de pastel... o —no es descartable— ligereza. Se hizo cargo del Festival cuando, económica y artísticamente, naufragaba: lo ha saneado, le ha garantizado la continuidad, ha aumentado considerablemente el número de espectadores y ha logrado un nivel artístico más que digno. No sé cuánto le quedará de mandato, pero ojalá no se equivocaran en la sucesión. Bien cerca tenemos la Semana de Música Religiosa de Cuenca para escarmentar. O escarmentemos aquí mismo: ¿recuerdan a directores que despilfarraban en salvas la pólvora del rey, si es que no se les quedaba alguna entre las uñas?
—Don Juan, nos está usted echando un sermón —digo por quitar hierro.
—Porque es domingo, querido amigo. También me gusta que se haya decidido homenajear a los actores. Los tres son muy buenos.
Apura el jerez, se levanta sin apoyarse en el bastón y se va para la casa.
Aunque don Juan haya dado por sabidos los nombres de los tres actores que recibirán el homenaje del Festival, yo creo que no viene mal ponerlos aquí: Joaquín Notario, Pepa Pedroche y Arturo Querejeta. Enhorabuena.