domingo, 29 de enero de 2017

'Sangre de guerrillero'

Lo normal es que don Juan venga a Almagro los domingos, y no todos. Se pierde, pues, las cosas que pasan entre semana. Ayer, por ejemplo, le hubiera gustado acudir a la presentación de la novela Sangre de guerrillero, pero no tuvo quien lo trajera desde Navaltizón; cuando llegó a Almagro en el tren eran casi las nueve de la noche: el acto había concluido una hora antes.
—Podría usted haberme avisado —digo sin pizca de hipocresía.
—No se preocupe: ya me hace bastantes favores. De todas formas, le encargué a una amiga de mi hija que me comprara un ejemplar: aquí lo tengo.
—¿Tanto le interesa?
—A mí sí: el editor es Alfonso González Calero, de quien ya les he hablado muchas veces: una de las personas que más trabaja, y más desinteresadamente, por la cultura de esta región. Y el protagonista de libro es paisano suyo.
—¿Paisano de quién?
—De ustedes: almagreño. La novela trata de la Primera Guerra Carlista: en ella desempeñaron un papel relevante los hermanos Palillos. ¿Los conocen?
Me suenan. Creo haber leído algo de Manuela Asensio sobre ellos, pero no estoy seguro. Hago propósito de informarme.
—Las guerras carlistas fueron, en sentido estricto, las primeras guerras civiles de la historia española. Como todas las guerras civiles tuvieron episodios heroicos y otros feroces. Afortunadamente las heridas que produjeron han cicatrizado: podemos hablar de ellas como si fueran cosa ajena. Pero no estaría mal que se estudiaran en los institutos: quizá porque ya no nos conmueven sacáramos algunas enseñanzas provechosas. De la guerra y de la paz… —don Juan lo deja en el aire.
Nadie hace asunto: otro día, tal vez. Uno pregunta:
—¿Ha leído usted el libro?
—Los viejos no dormimos apenas. Son poco más de doscientas páginas de letra clara. Anoche leí la mitad; esta mañana lo he acabado.
—O sea, que es bueno…
—Sí. Aunque no lo conozco personalmente, hace unos años leí otra novela del autor sobre la Guerra del 36: me interesó, y esta también. Tiene dotes narrativas muy destacadas; usa un lenguaje apropiado, claro y correcto —salvo en la plaga de laísmos del capítulo V o cuando en lugar de sevicias dice sodomías— , literariamente muy eficaz para los objetivos que se propone y para mantener atento al lector. Además, ni corre el riesgo de elevarse a la pedantería ni cae en las vulgaridades que ahora son cosa frecuente. Es decir, el libro se lee con gusto y nunca nos acomete la tentación de abandonarlo. Ese es el mérito de Alain Martín.
—Y del editor.
—Los libros, obviamente, son hijos del autor, pero al editor le cabe la responsabilidad de mejorarlos; y un editor cabal no publica cualquier cosa que se le proponga. De modo que también un buen libro es mérito del editor, claro.
—¿No tiene defectos?
—A su nivel, muy pocos. Es verdad que Martín está más dotado para narración y el diálogo que para la descripción; y que las pocas incursiones que hace en el territorio emocional de los personajes son melodramáticas y convencionales; tampoco se maneja bien en las digresiones de tipo moral: debería evitarlas porque se hallan a un paso de la banalidad. Pero, ya les digo, son defectos menores.
—¿Y en cuanto a la historia?
—El libro es una novela. En las novelas todo está permitido siempre que haya coherencia y verosimilitud, no veracidad. Aquí casi siempre la hay, pese a ciertos despistes sin importancia.
—¿Por ejemplo?
—Es inverosímil medir en metros la altura de las montañas en una época en que ni el sistema métrico decimal estaba generalizado ni nadie había levantado todavía mapas topográficos. Y es imposible que Bixente Laporte guiara a los peregrinos de Lourdes: faltaban veinte años largos para que la Virgen se le apareciera a Bernardette Soubirous.
—Eso son menudencias, don Juan: detalles sin importancia.
—Probablemente, pero ¿qué trabajo costaría haberlos evitado? También afirma que María Cristina, madre de Isabel II, fue la quinta mujer de Fernando VII, cuando todo el mundo sabe que fue la cuarta.
¿Todo el mundo? Mientras echamos cuentas, uno de los contertulios más asiduos y menos habladores, emulando a Arquímedes en la bañera, dice:
—¡Claro…!
Lo miramos perplejos. Él baja los ojos, se disculpa, habla a trompicones:
—La seguidilla…. Nunca lo había pensado… Cuando yo era niño…
Tras unos segundos de silencio, casi de estupefacción, rompe a cantar:
Y si Fernando Séptimo
ve tu retrato,
se casa cinco veces
en vez de cuatro.
Los de las mesas vecinas nos miran asombrados. ¿Qué pensarán?

(Alain Martín Molina. Sangre de guerrillero. Almud, Ediciones de Castilla-La Mancha. Toledo. 2016. Quince euros) 


domingo, 22 de enero de 2017

Casasimarro

La plática de hoy, quizá porque terminamos la mañana en San Ildefonso uncidos a la fiesta del barrio, porque luego hemos comido en el Corregidor —definitivamente, un restaurante anodino, sin rastro de lo que fue— y porque nos hemos regalado una sobremesa profusa de copas, ha padecido interrupciones numerosas, se ha dispersado en vericuetos y trivialidades, ha perdido el hilo en laberintos intrincados, se ha empantanado en callejones sin salida, y ha languidecido al final empapada de vapores etílicos.
Sentado ahora a la mesa, delante del cuaderno de muelle, con la pluma desenvainada y la cabeza algo aturdida, sé que me va a costar Dios y ayuda casar las piezas descabaladas para presentarles a ustedes un relato —cuántas ganas tenía yo de usar esta palabra—, si no cosido, al menos hilvanado, de la errabunda conversación. Vamos a ver:
El día empezó grave con el recuerdo de don Juan Zozaya. El don Juan nuestro elogió su trayectoria intelectual, nos comentó largamente libros, actividades, cargos —que nosotros, ay, desconocíamos— y, con la tristeza desesperanzada y un tanto convencional que provocan la muerte y la ignorancia, remató:
—Durante largos años ha vivido aquí un verdadero sabio, una autoridad, y muy pocos en Almagro han llegado a enterarse. Quizás, ahora que se ha muerto, alguien se fije en él.
Hemos hablado, claro está, de Trump; pero, como, por desgracia, ha de salir más veces en la conversación, lo pasaré por alto; y del temporal de nieve, que todos los años se repite y todos nos pilla descuidados; y, tras no sé cuántos vericuetos, hemos venido a parar en Casasimarro.
—Casasimarro es un pueblo de la Manchuela donde se fabrican excelentes guitarras. Durante la República, la Guerra y el Franquismo vivió tiempos procelosos que, según se ve, han dejado hondas y mal curadas heridas. Parece que sangran otra vez.
—Como en tantos sitios —dice el escéptico.
—Quizá. Pero lo que ocurre estos días en Casasimarro presenta rasgos particulares: no se trata de la República, tampoco de la Guerra ni del Franquismo; se trata de los orígenes de la Transición. En 2017 celebraremos —sí, celebraremos— los cuarenta años de muchas cosas, y lamentaremos los cuarenta años de algunas otras. Una de las que lamentaremos es la Matanza de Atocha: los seguidores más obtusos y fanáticos del franquismo mataron el 24 de enero de 1977 a cuatro abogados y un administrativo comunistas de un bufete de la calle de Atocha. También lamentaremos que los franquistas duros mataran por esos días a Arturo Ruiz; y que en la manifestación de protesta un bote de humo de la policía acabara con Mariluz Nájera; y que los Grapo secuestraran al general Villaescusa… Mucha historia para digerirla en pocos días.
—La Transición, que unos cuantos bobos califican ahora de pasteleo, fue una muy inteligente y generosa travesía por territorios desconocidos y llenos de peligros. Salió bien de milagro.
—De milagro, no: gracias a que los españoles de entonces y los dirigentes estuvimos, por una vez, a la altura de las circunstancias.
—Pero ¿qué tiene que ver todo esto con Casasimarro? —pregunta el despistado.
—El administrativo asesinado en el despacho de Atocha era de Casasimarro. El alcalde se niega a poner una placa recordando aquello.
—Normal: la placa dice que lo mató la extrema derecha. En Casasimarro el Partido Popular tiene ocho concejales de once; luego debe de haber mucha gente de extrema derecha que se dé por aludida: como si dijeran: “Hombre, yo soy de extrema derecha y no he matado a nadie”.
—El alcalde entre ellos. Pero estoy seguro de que a la mayoría de la gente del pueblo lo de la placa no le incomoda en absoluto. Ahora bien, estas cosas las carga el diablo: si alguien se empeña en levantar ampollas lo consigue fácilmente.
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que en casi todos los países hay un momento fundacional, teñido por el tiempo de caracteres míticos, con el que todos los ciudadanos se identifican y en el que todos se pueden congregar sin reticencias ningunas. En España carecemos de una cosa así. Es una lástima, pero sería prudente que contáramos con ello: aunque solo sea porque no nos queda más remedio que vivir juntos.
Quizá lleve razón. Volviendo a casa he reparado en uno de los vestigios del Franquismo, bien visible, que quedan en Almagro. Creo que la mayoría de los almagreños no lo ha visto nunca. ¿Qué pasaría si a alguien se le ocurriera quitarlo? Otro día se lo preguntaré a don Juan. 


domingo, 15 de enero de 2017

El Campo de Montiel

El Campo de Montiel es rojo. El suelo, las iglesias, los castillos, los edificios que exhiben el poder —casas de señores, alhóndigas, tercias, ayuntamientos, cárceles— son rojos. El rojo es unas veces pálido y desleído, dulce tirando a miel, como en la iglesia de San Vicente de Cózar, y otras hosco y lúgubre, cercano al negro, como en la de Santo Domingo de Terrinches. El campo es de arcilla roja y de piedra moliz; con la arcilla se hacían pucheros, lebrillos, orzas, cántaros…; con la moliz, piedras de molino o de afilar, y sillares para los edificios nobles; en ciertos pueblos combinan los dos usos: la gente afila las navajas, los hocinos, las hachas, en la esquina de la iglesia o en las jambas de una portada gótica sin asomo de remordimiento; tras siglos de afilar en el mismo sitio, queda una huella suave y cóncava: la caricia del tiempo, más amoroso aquí que cuando raspa irreverente y desfigura la cara de Dios Padre a los pies de la iglesia de Infantes. En el Campo de Montiel, a un pueblo le dicen Alhambra, y a un paraje —bien sabemos por qué— lo bautizaron Almagro.
Interrumpo:
—Don Juan, no generalice, que también hay calares y vegas, y monte y olivares...
Retrocede:
—Lleva usted razón: en el Campo de Montiel hay calares blancos, duros de andar, fríos, a más de mil metros de altura, que se tragan el agua del cielo y la expulsan lejos, en mínimos manantiales y ojos donde nacen ríos que van al Guadiana o al Guadalquivir, al mar inverosímil. Y hay vegas, sí, pródigas en el milagro de las hortalizas. Y olivas —allí no existen los olivos— de cuyas aceitunas se exprime un aceite prodigioso.
Decididamente a don Juan le ha dado por la lírica. La lírica es resbaladiza e insidiosa: en un arrebato lírico cualquiera puede precipitarse a la sima del ridículo y fallecer ahogado en las propias emanaciones verbales. Pero don Juan va embalado.
—El Campo de Montiel, además de antiguo y conocido, es viejo y arcaico. Un país de ancianos que camina veloz a la extinción mientras se ocupa en la tierna heroicidad de cocinar pistos descomunales.
Afortunadamente alguien echa el freno de mano:
—Pero, don Juan, ¿a qué cuento viene esta perorata? ¿A usted le gusta el Campo de Montiel o no?
—Me gusta mucho. Alhambra y La Solana no están lejos de Navaltizón. Desde Alhambra se llega enseguida a Ruidera o a Infantes; de La Solana al Cristo —el Cristo del Valle; lo de San Carlos del Valle es de antes de ayer— hay ocho o diez kilómetros de buena carretera. El Cristo del Valle, sin menospreciar a ninguna otra —don Juan carraspea socarrón—, tiene la mejor plaza de la Mancha. Casi en un rincón de la plaza, como si se apartara modestamente, hay una iglesia cuadrada, pequeña, cubierta de cúpula, verdaderamente formidable.
—El cura no parece que lo sea… —deja caer el anticlerical.
A todos nos pilla descuidados menos a don Juan:
—Por eso les decía que el Campo de Montiel es viejo y arcaico.
—Qué tendrá que ver.
—Tiene que ver: clérigos aprovechados que usan los poderes sobrenaturales de la religión en beneficio propio los ha habido siempre; que sigan teniendo éxito en estos tiempos es extraordinario.
—Mucha gente cree.
—Ellos verán lo que hacen; pero también hay creyentes en otros sitios y nunca pasarían cosas así, ni los feligreses reaccionarían como han reaccionado los del Cristo: igual que en la Edad Media.
—Se han quejado al alcalde.
—Eso es: han reaccionado como en la Edad Media o, si no queremos exagerar, como en el Nacionalcatolicismo. Entonces la autoridad era una sola —aunque formara una trinidad de autoridades civiles, militares y eclesiásticas—. Ahora está claro que lo civil —el ámbito de los ciudadanos— es una cosa pública y común; lo religioso —el ámbito de los feligreses— es particular y privado: no cabe confusión ni injerencia.
Pienso entre mí que don Juan peca de ingenuo: no está claro; debería estarlo. Él mismo nos tiene dicho que, tal vez por la herencia musulmana, a los españoles se nos hace muy difícil distinguir lo civil de lo religioso. Pero callo; me marcho a casa algo mohíno: de las efusiones líricas hemos bajado a la triste y terca realidad: España —también lo tiene dicho don Juan— debería ser mejor de lo que es.
  

domingo, 8 de enero de 2017

Cántiga

Los poetas siguen intercambiando navajazos. La víspera de los Reyes, el habitualmente ecuánime y moderado Álvaro Valverde, sin nombrarlo, le atizó uno a Santos Domíguez. De refilón —tendría un mal día— también a Cosmopoética. Al poco rato, Santos Domínguez, como quien no hace nada, devolvió el golpe: un chafe envenenado.
—A nosotros ¿qué más nos da, don Juan?
—Ni nos da ni nos quita, es cierto, pero nos informa acerca de la condición humana en general, y de la poética en particular. Los poetas son susceptibles y puntillosos; albergan egos desmesurados, luego hay que andarse con cuidado al tratar con ellos. Y más con los poetas provinciales: la provincia suele ser un espacio poco ventilado en el que las heridas se enconan enseguida.
—Nosotros no tratamos con poetas; nosotros, como mucho, los leemos. Quien los trate que se ande con ojo.
—Eso hay que hacer: leerlos —a quienes lo merezcan— y cerrar la boca.
Tantos rodeos me intrigan. Don Juan —bien lo sabemos— no da puntada sin hilo: ¿adónde querrá ir? ¿Se estará curando en salud? Como si me leyera el pensamiento, continúa:
—Estos días, en ratos perdidos, he leído dos libros de poesía: Fugitivos, la antología de poesía española contemporánea que ha seleccionado Jesús Aguado para el Fondo de Cultura Económica, y Cántiga, el inventario de poetas provinciales de Nieves Fernández para Ledoira.
—¿Qué tal, don Juan?
Fugitivos es impecable: prólogo brevísimo y claro, divinamente escrito; preciso marco temporal; y, de cada poeta, breve nota biobibliográfica en la que, como es lógico, se incluye la fecha de nacimiento y las de publicación de los libros.
—¿Y Cántiga?
Cántiga a veces me ha gustado, y otras varias me he acordado de la parábola del trigo y la cizaña. ¿La recuerdan ustedes?
—Aproximadamente.
—Nieves Fernández, temiendo quizá eliminar algún poeta bueno, ha dejado crecer y prosperar a bastantes poetas malos: ya vendrá el tiempo convertido en antólogo y los echará a la hoguera del olvido. O sea, no estamos ante una antología, sino ante un mero censo o catálogo; lo cual es muy útil, porque en estos tiempos de producción poética innumerable no hay nadie que pueda leer todo lo que se publica. A Fernández le hemos de agradecer que se haya leído por nosotros a más de doscientos poetas, que los haya hecho pasar por el harnero —bastante generoso— de su gusto y nos haya ofrecido casi ochenta. Dios le perdonará penas de purgatorio.
—Pero los excluidos, por malos que sean, no la perdonarán.
—Eso pasa siempre y carece de importancia. Sí hubiera sido bueno, creo yo, que el inventario se limitara en el tiempo: Corredor Matheos, Félix Grande, Manolita Espinosa, Nicolás del Hierro o Valentín Arteaga, por ejemplo, son poetas bien conocidos; por su edad, nadie dirá que pertenecen al siglo XXI: ¿era necesario incluirlos? Ni ellos ni el libro hubieran perdido nada de no estar.
—¿Sobra alguno más?
—Sin mentar a los malos, sobra evidentemente Antonio Gala: poeta de tercera división que, además de no tener nada que ver con la provincia, poco lustre puede dar a la poesía de esta tierra.
—¿Qué le ha parecido el estudio previo?
—En lo meramente informativo, está bastante bien; en lo demás, flojillo: no se justifica la selección; no se relaciona a los poetas —ni a la poesía provincial— con los vaivenes y tendencias de la poesía hispánica; el nombre del libro y su peculiar acentuación están traídos por los pelos; remontar la poesía provincial a Alfonso X y a la anécdota de los poetas bebedores, además de lo que tiene de centralismo capitalino, es por completo impertinente; el orden topográfico sería aceptable si se nos explicara de alguna forma; muchos de los currículos carecen hasta de la fecha de nacimiento del poeta y de sus publicaciones…
—¿Y la edición?
—Para lo que se acostumbra en este siglo de oro de la autoedición y de las editoriales chapuceras, está muy bien. Acumula, sin embargo, erratas, faltas de ortografía —algunas, odiosas: acentuar Brotóns, poner albarda sobre albarda al juntar comillas y cursivas—, y paratextos grandilocuentes y hueros como el de la cuarta de cubierta que casi disuade de abrir el libro… Pero, al precio que se nos vende, no le pediremos exquisiteces.
—Entonces, si alguien me pregunta, ¿qué le digo?
—Que compre el libro y que lo lea. Es, y será durante mucho tiempo, un libro de consulta imprescindible que Nieves Fernández y Ledoira ponen al alcance de los interesados por muy poco dinero.
—¿Algo más?
—Me queda una duda: ¿se acordará don Juan Sánchez de a quién le debe la frase con la que abre el Preliminar?
  

domingo, 1 de enero de 2017

...y próspero año nuevo

Antes —quizás ya no se haga—, detrás del “Feliz Navidad” se añadía inevitablemente “y próspero año nuevo”. Don Juan les deseó el domingo pasado la feliz Navidad; luego, cumpliendo la tradición, hoy les desea el próspero año nuevo.
—Don Juan, lo de feliz Navidad era cosa de gente fina; el pueblo llano decía Pascua, Pascuas: Felices Pascuas.
—Es cierto. Pascua, poco más o menos, quiere decir fiesta grande. La iglesia celebra varias fiestas grandes: el nacimiento de Cristo —la Navidad—, su reconocimiento y adoración como Dios —la Epifanía de los Reyes Magos—, la Pascua Florida o Pascua de Resurrección —en que se certifica que Cristo es, efectivamente, Dios, porque si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe— y la Pascua de Pentecostés —cuando el Espíritu Santo desciende sobre los apóstoles, los llena de entusiasmo y les hace obrar prodigios—. De modo que es más precisa y más generosa la felicitación de las Pascuas —dos: la Navidad y los Reyes— que la de Navidad solo.
—Para no ser creyente, sabe usted muchas cosas.
—Las clases de religión a las que yo asistí eran mejores que las de ahora. Además, queramos o no, somos cristianos —al menos, culturalmente—, de modo que no sobra conocer el cristianismo. Por otra parte, a mí la religión me interesa mucho: ¿qué lleva a los seres humanos, contra toda cordura, a creer ciegamente y a confiar en fuerzas sobrenaturales, a rendirles culto, y a comportarse de acuerdo con reglas morales derivadas de tal creencia? Me gustaría saberlo.
—Somos tan frágiles…
—Somos frágiles, claro; pero de la conciencia de la fragilidad pueden nacer dos actitudes absolutamente contrapuestas: agarrarse al clavo ardiendo de la fe, que da seguridad; o aceptar el desamparo y esforzarse en irlo achicando con las propias fuerzas. La primera es más cómoda.
Yo creo que hay otra más cómoda todavía: no plantearse estas cuestiones. Alguien me certifica en ello:
—Sí, don Juan; de esto ya hemos hablado —dice el que rehúye las monsergas teológicas—. Díganos algo del próspero año nuevo.
—Próspero y feliz son sinónimos. Ambos adjetivos hacen referencia a lo favorable, a lo que se ajusta a los propios deseos. Una persona es feliz si vive como desea —o, y es una variante sumamente feraz, si desea vivir como vive—; un suceso se desarrolla y concluye felizmente si sale como se había previsto. Lo mismo significa próspero. Si la Navidad se desea feliz, y el nuevo año se desea próspero es por no repetir.
—¿Pero la prosperidad no es riqueza?
—Por sinécdoque, sí. En estos tiempos materialistas —diría un viejo gruñón— muchos consideran que no hay otra forma de felicidad que la riqueza, que ningún asunto prospera como debe si no nos hace ricos, que no hay otra felicidad que la que da el dinero.
—Y usted ¿qué opina?
—Afortunadamente, yo puedo despreciar el dinero porque tengo más del que necesito. Pero sé —lo sabe todo el mundo— que, aunque la riqueza no garantice la felicidad, no hay felicidad posible sin un mínimo de desahogo económico: la comida, la ropa, la casa, la sanidad, la educación… son imprescindibles para la felicidad.
—En este mundo, querrá usted decir; porque Nuestro Señor Jesucristo prometió a los pobres el reino de los cielos.
Cuán largo me lo fiais. Mientras tanto, nadie se lo cree: ni los cristianos. La pobreza es un mal, el mal por antonomasia.
—Pues habrá que combatirla…
—Eso es. Cualquier gobierno que pretenda un mínimo de legitimidad debe aplicarse a ello decididamente, pero con sensatez. Hay almas cándidas que creen que, si se acabaran los ricos, se acabarían los pobres: ya sabemos que es falso.
—Como usted es rico…
—Soy un rico que paga impuestos. Eso que llamamos el estado del bienestar —o sea, la forma históricamente más eficaz de combatir la pobreza— se basa en un sistema fiscal justo y progresivo: en ricos que pagan impuestos. A eso se tienen que dedicar los gobiernos: a que cada uno pague de acuerdo con lo que tiene, y reciba de acuerdo con lo que necesita para vivir con dignidad.
—Mucho pide.
—Pido mucho, pero sensato: no el paraíso, no la felicidad, no el melifluo amor universal ni la paz de las ovejas… Que los ricos paguen para que no haya pobres.
¿Qué voy a decir yo…? Que esta noche brindaré por ustedes y les desearé próspero año nuevo, queridos lectores.