domingo, 25 de diciembre de 2016

Feliz navidad...

Don Juan tiene algunas dudas sobre la existencia histórica de Jesús de Nazaret. Si alguien le demostrara que Jesús de Nazaret existió realmente y anduvo predicando por Palestina hace veinte siglos, don Juan continuaría dudando tercamente de que Jesús de Nazaret fuera el Cristo, el hijo de Dios vivo. Pero las dudas de don Juan carecen de importancia: habrá en el mundo más de dos mil millones de personas que sí creen con absoluta convicción en la existencia terrenal de Jesús de Nazaret, en la Encarnación y, consiguientemente, en que Jesús es el hijo de Dios, y Dios él mismo; habrá otros cuantos millones de personas a los que esta cuestión les traiga sin cuidado pero que se identificarán de alguna forma con los primeros; aquellos y estos celebrarán —por convicción o por tradición— la navidad; y otra porción considerable de seres humanos, por imitación o porque les gustan las fiestas, celebrará también la navidad aunque el cristianismo les pille lejos o no lo aprecien en absoluto.
—Bien, don Juan, ¿va a celebrar usted la navidad o no? —pregunta alguien a quien las monsergas teológicas no le apasionan mucho, y la sociología menos aún.
—Naturalmente. Y sin ninguna reticencia.
—Pero si no es creyente…
—En las fiestas sí creo. Las fiestas, celebradas ruidosa y multitudinariamente, con rituales bien asentados en tradiciones que se creen centenarias —y que muchas veces no lo son—, revelan la buena salud de cualquier comunidad y contribuyen a mantenerla. Solo por eso ya habría que celebrar, incluso santificar, las fiestas.
El católico interviene:
—Si a una fiesta religiosa se le quita el contenido religioso, ¿qué nos queda?
—Queda la fiesta, que es siempre lo importante. Los seres humanos —y las sociedades, ya lo he dicho— necesitan celebrar fiestas de cuando en cuando: comer y beber en compañía y en exceso, intercambiar regalos, cantar y bailar, derrochar; es decir, desuncirse por un tiempo de los yugos cotidianos con que tiran de la pesada carreta de la vida.
—O sea, descansar del trabajo.
—No exactamente. La fiesta no es descanso, sino frenesí, exaltación  biológica. Por eso, a las gentes de orden, a los fundamentalistas de la laboriosidad, no les gustan las fiestas —las que ellos celebran son aburridísimas—, pero sí son partidarios del descanso, que permite trabajar más y mejor al día siguiente; las fiestas verdaderas, en cambio, perjudican la productividad, porque cansan y solo producen resaca.
—El despilfarro tampoco está bien visto.
—No. Los moralistas de toda ralea —entre ellos, los cristianos fervientes y los ateos fervientes— nos previenen de continuo contra el derroche. Los cristianos fervientes parece que no han leído el pasaje de la unción de Betania, que cuentan —con ligeras variantes— Mateo, Marcos y Juan; y los ateos fervientes, acaso en nombre de dioses nuevos, nos quieren conducir por el buen camino como si fuéramos niños atolondrados. Ambos desconfían de nosotros: sin que se lo hayamos pedido se erigen en tutores nuestros.
—¿Y usted?
—Yo no quiero conducir a nadie por ningún camino; no sé cuál es el camino: bastante tengo con pastorearme a mí mismo.
—Pero reconocerá usted que la navidad tiene un punto empalagoso y ñoño que funciona como vacuna contra el desenfreno. ¡Vaya fiesta de amor y paz! —proclama el disoluto.
—Algo de eso hay: todo lo que cabe en la palabra entrañable. Pero la gente no hace caso: el ciudadano común —mucho más listo de lo que creen los moralistas— no tiene inconveniente en decir una cosa y hacer la contraria.
—Eso es hipocresía.
—Lo de los moralistas es hipocresía; lo de los ciudadanos del montón es buen sentido: ¿qué más da celebrar el nacimiento de Cristo, el solsticio de invierno, el sol invicto o el sursuncorda? La fiesta es lo que vale. Y el derroche de la fiesta se reduce a la fiesta; fuera de ella los ciudadanos economizan y se administran bien.
Don Juan —lo saben ustedes— a veces se suelta el pelo; algunos amigos se escandalizan un poco; él sonríe irónicamente y espanta las moscas con la mano: allá lo que piense y haga cada cual.
Pero don Juan es generoso: entremedias de la charla nos convida a unas copas caras. Al despedirnos nos desea feliz navidad, me pide que se la desee a ustedes también y se va a Navaltizón con la familia.
—A cometer excesos irá... —deja caer uno a quien le sobra mala uva.
Por mi parte, soy bien mandado: feliz navidad, queridos lectores.


domingo, 18 de diciembre de 2016

Poetas y efemérides

Don Juan, aunque muy mejorado, apenas se atreve a conducir, y menos en estos días desapacibles. Por eso, de vez en cuando le hago de taxista: ayer mañana lo llevé —con escaso entusiasmo, la verdad— a la presentación de Cántiga en Ciudad Real. El claustro del antiguo convento de los mercedarios estaba lleno, pero eso carece de mérito: el sitio es pequeño; los poetas, numerosos; muchos disfrutan de la paz conyugal y Dios los ha premiado con hijos e hijas, nueras y yernos, nietos y nietas abundantes; tienen amigos…; estaban los chicos de Æternam, cuyas abuelas van a todas partes… Me entretuve mirando a la gente; salvo los poetas —bien compuestos, formales, sentados en el centro—, el resto se aburría como yo, entraban y salían, el parqué se quejaba ruidosamente de la desatención… Hubo quien compró el libro y se marchó antes de un cuarto de hora: me dio envidia. Don Juan también compró el libro —diez euros: barato para lo que se estila—; mientras tomábamos un vino en Carmen Carmen, le eché un vistazo:
—¿Tantos poetas hay en la provincia, don Juan?
—Ya veremos. No parecen pocos, pero habrá que leer y después opinar: tendremos tiempo. De todas formas, siempre ha habido superabundancia de poetas; se ha ironizado no poco sobre ello, y han sido miles las sátiras contra los poetas malos, los cuales, obviamente, son más que los buenos.
Ahí se queda. Hoy don Juan trae en el bolsillo del abrigo el libro de Rivers que nos comentó hace meses.
—En aquel tiempo también proliferaban los poetas y también se afanaban en apedrearse mutuamente. Unas veces con elegante moderación, otras con áspera fiereza. Miren, si no, las reacciones conservadoras contra la nueva poesía de Garcilaso y Boscán, miren lo que le cuenta Boscán a la duquesa de Soma, y miren este pullazo a los enemigos: Y ¿quién se ha de poner en pláticas con gente que no sabe qué cosa es verso…?
—Es que Boscán y Garcilaso traían la revolución. A numerosos poetas no les gustan las novedades —dice un culto.
—Traían la revolución, sí. Y el causante de aquello andaba hace cuatrocientos noventa años por Almagro.
—¿Boscán?
—No: Navagero. Navagero era embajador de Venecia ante Carlos V. Llegó a España en marzo de 1525. Un año más tarde asistió a la boda del emperador con su prima Isabel de Portugal en Sevilla. Luego, también con el emperador, estuvo en Granada desde mayo hasta diciembre. Allí conoció a Boscán y lo animó a que intentara en castellano sonetos y otras artes de trovas usadas por los buenos poetas de Italia. La semilla de Navagero tuvo un éxito rotundo que llega hasta hoy. El 10 de diciembre de 1526 salió de Granada camino de Valladolid, donde el emperador había convocado Cortes. El 16 llegó a Almagro. Escribe: Estuvimos un día en Almagro, detenidos por micer Gaspar Rótulo, y paramos en casa del bachiller del Salto. De este Rótulo sabemos bastante, gracias a Arcadio Calvo. Sabemos menos del bachiller del Salto, aunque un descendiente suyo, quizá nieto, seguía por aquí a finales del siglo.
—¿Qué dice Navagero de Almagro?
—En resumidas cuentas, nada: que es buen lugar, el mayor de la orden de Calatrava y que tiene pozos de agua agria. Habla de las minas de Almadén, de que Ciudad Real se queda a la derecha —se equivoca, claro—, de Calatrava la Vieja, del Guadiana… Pero de Almagro no dice absolutamente nada.
—No le llamaría la atención.
—Pudiera ser. Navagero es un hombre curioso, con gran capacidad de observación y vasta cultura, que describe detalladamente ciudades —Toledo o Guadalajara, por ejemplo— y edificios importantes, de modo que o en Almagro no encontró nada de interés o sus compatriotas italianos lo ocuparían en otras cosas.
—¿Cómo no le iba a llamar nada la atención? Él mismo dice que es un buen lugar…
—Lo era, por supuesto; pero no siempre los viajeros están atentos a los sitios por donde pasan. Unos días después, el 20 de diciembre, el emperador y su séquito cenaron y durmieron en Almagro; y al día siguiente también comieron aquí antes de salir para Malagón. Pero pasaron sin dejar huella y sin que Almagro la dejara en ellos, que yo sepa. O sea, que ignoramos, incluso, dónde se hospedaron, y eso que el emperador venía bien acompañado y que hacía unos meses que le había arrendado la mesa maestral al Fúcar.
—Entonces, ¿qué sabemos?
—Que fue el camino recio de fríos, aguas y nieves, y la emperatriz venía preñada. Parió el 21 de mayo de 1527.


domingo, 11 de diciembre de 2016

Plagios y falsas atribuciones

Don Juan —bien lo saben— en todo se fija; lo domina una curiosidad amplísima, voraz: acompañarlo en el paseo u oírlo en la tertulia es ir con un arqueólogo que ve noble vasija donde los demás o no vemos nada o solo vemos deleznables y obvios añicos de cerámica. Hoy ha encontrado una joya en la calle de la Feria. En la mañana húmeda, ciega de niebla, se para ante el escaparate de una tienda de comestibles para turistas, descubre algo, nos lo señala. Arrimamos las cabezas al cristal: entre pastillas de chocolate, latas de berenjenas, quesos, migas precocinadas y adornos rústicos hay una cartulina bien enmarcada, con orla y el retrato canónico de Cervantes; le atribuye la receta del queso manchego y hasta afirma que “Este texto, aun escrito hace cuatrocientos años, sigue siendo válido…”

—¿Qué les parece?
Un culto se ríe satisfecho y suficiente:
—¡Pero si el único queso con denominación de origen que menciona Cervantes es el de Tronchón! ¿A quién querrán engañar?
—A nadie —responde don Juan—. Al menos quien lo ha enmarcado y puesto aquí no quería engañar a nadie. Quería, y es muy legítimo, aprovechar la fama y el prestigio cervantinos para vender su mercancía.
—¡Pero el texto es falso!
—¿Cómo va a ser falso? ¿No lo tiene usted delante de las narices? En todo caso será falsa la atribución. Pero estoy casi seguro de que el dueño de la tienda no lo sabe, por lo tanto no lo podremos acusar de mentiroso.
—¿Y al que lo escribió?
—El autor será ingenuo y algo pedante, pero tampoco mentiroso. En su intención no estaría, desde luego, engañar a los especialistas, ni siquiera a los medianos lectores. Como mucho, pretendería alabar un producto que de por sí merece todas las alabanzas. Si lo piensan un poco se darán cuenta de que tanto el autor como el tendero están, de buena fe, rindiendo un homenaje a Cervantes: saben de su prestigio y, arrimándose a buen árbol, esperan buena sombra protectora. Aunque se lea poco, Cervantes y el Quijote son en esta tierra casi como Dios: están en todas partes y para todo se echa mano de ellos. ¿Es eso malo? Sería mejor, por supuesto, más lectura; pero ya lo remediará La Educación —ha engolado la voz— en tres o cuatro generaciones.
—¡Cómo es usted! ¡Parece mentira que se haya ganado la vida con la filología!
—He visto muchas operaciones más audaces, menos ingenuas y peor intencionadas: el mundo académico, como dicen ahora, es una selva plagada de asechanzas, y de bastantes académicos conviene no fiarse. Si quieren confirmarlo, hojeen las revistas científicas. O miren al rector de la Universidad Rey Juan Carlos.
Nosotros no estamos en estas cosas:
—¿Qué ha hecho?
—La Universidad Rey Juan Carlos no es de las mejores del mundo; pero el rector, Fernando Suárez Bilbao, cobra como si lo fuera y se sienta con los demás en la Conferencia de Rectores. Pues bien, parece que no le queda tiempo para investigar; de modo que se aprovecha con desparpajo de lo que investigan otros. Le han descubierto una buena porción de plagios que él achaca a las gentes de su equipo, es decir, a los negros que trabajan para él.
—Eso es robar —me atrevo a decir.
—Es robar por dos veces: roba las ideas de otros, y roba el tiempo y el esfuerzo de sus negros, a los que llama eufemísticamente colaboradores. Comparen esto con el cuadro de la tienda. El que escribió en nombre de Cervantes la receta del queso quería contribuir modestamente a acrecentar el edificio de la fama cervantina añadiéndole una pequeña piedrecilla: su cándido pastiche. El rector, en cambio, se comporta como el arqueólogo clandestino que expolia un yacimiento, el que pone un capitel corintio en el jardín del chalé o el rudo aldeano que usa las ruinas del castillo como cantera. Lo peor es que casi nadie se lo reprocha ni él parece arrepentirse ni avergonzarse de lo que ha hecho. Antes, por menos, se suicidaba uno o se escondía en casa implorando que la tierra lo engullera.
—Y, encima, no lee lo que fusila.
—En eso no es el primero; ni en usar negros. De haber leído todo lo que ha escrito, cuánto sabría este hombre, dijo alguien pensando en otro que tal.



domingo, 4 de diciembre de 2016

Rodolfo Llopis en el Corregidor

Qué alegría recuperar las tradiciones. Estamos en el Corregidor tomando café y copas, contentos de volver tras dieciocho meses de cierre. Don Juan, el que más:
—Durante quince o veinte años el Corregidor ha sido para la imagen exterior de Almagro casi tan importante como el Corral de Comedias o el Festival Internacional de Teatro Clásico; desde luego, por delante de cualquier otro monumento o atracción del pueblo. En los últimos años se adocenó y vivió de las rentas, pero, aun así, muchos venían a Almagro solo por el Corregidor, por el prestigio de exquisitez que había logrado acumular.
Alguien interrumpe:
—Pues bastantes almagreños no se daban cuenta.
—Es verdad. Bastantes almagreños no apreciaron el Corregidor como no aprecian algunas maravillas que tienen delante de las narices: el gusto se educa y, por desgracia, hay quien presume de no haberlo educado.
—¿Qué le parece ahora?
—Llevan una semana: es pronto para juzgar. El otro día comimos bien, pero tardamos demasiado; hasta en la cuenta se demoraron veinte minutos: eso espanta a cualquiera. Hoy he visto el cuadernillo de los menús navideños, muy mal escrito, al nivel de un figón de polígono industrial: redacción cursi, estomagante epidemia de diminutivos, ausencia de tildes, proliferación de mayúsculas…
Entre los amigos también hay gente tosca:
—¿Y eso qué importa? —pregunta uno.
—Sí no cuidan lo primero que verá el cliente, no cuidarán lo demás.
—La educación, que decía usted.
—La educación, en efecto. Educación es, sobre todo, exigencia de hacer las cosas bien.
—Pronto vendrá la panacea: el pacto que anunció Méndez de Vigo —proclama el escéptico con retintín.
—Bienvenido el pacto educativo, pero tampoco será la panacea.
—¡Imitemos a Finlandia! —prosigue el escéptico.
—O a Corea —dice don Juan, y se nos pone cara de sorpresa.
—¿Corea?
—Corea padeció una guerra cruel como la nuestra; y una dictadura que duró más que la nuestra; cuando se democratizó estaba peor que nosotros: ahora registra más patentes que Alemania o Gran Bretaña e inunda el mundo de coches y teléfonos. Nosotros fabricamos excelentes ventanas de aluminio y exportamos vino a granel. Por algo será.
—Los valores asiáticos —apunta un culto.
Don Juan prosigue:
—Pero, si Corea les pilla lejos, miren a nuestra historia. En tan solo cinco años la Segunda República levantó un sistema educativo impresionante. Del autor no se acuerda nadie: Rodolfo Llopis.
—¿Qué hizo Llopis?
—Llopis fue Director General de Enseñanza Primaria con dos ministros —Marcelino Domingo y Fernando de los Ríos— que tuvieron la virtud de confiar en quien sabía más que ellos. En pocos meses puso a andar una educación pública universal, obligatoria, gratuita, sin distinción de sexos; estableció un excelente plan de formación de maestros —el famoso Plan profesional— y les subió el sueldo;  y otro de construcción de escuelas —veintisiete mil en cinco años—. Si aquello hubiera durado…
—También la educación única y laica.
—Yo me conformaría hoy con que hubiera buenas escuelas, buenos maestros y claridad sobre lo que se debe enseñar. Las escuelas están muchísimo mejor que cuando Llopis; los maestros —y profesores— no tanto. Y en lo tercero reina la confusión.
—¿Qué hacemos?
—Nosotros, nada. Los que puedan, acordar qué debe saber —en el sentido más amplio del término— un alumno cuando acaba la escolaridad obligatoria. Y en la consecución de ese acuerdo no deben participar los maestros, porque cada uno intentaría arrimar el ascua a su sardina. Cuando se haya alcanzado, ordenar y jerarquizar las materias y poner a enseñarlas rigurosamente a un buen plantel de maestros capacitados y motivados. En teoría no parece difícil; en la práctica, si hay buena voluntad, tampoco.
—¿Y de la escuela única y laica?
—La escuela única desde la LODE ya no es posible; y es bueno que no lo sea. En cuanto al laicismo, si es un obstáculo para el acuerdo, más vale dejarlo aparcado.
Don Juan no es ateo ferviente; es ateo sin más, es decir, no pretende convertir a nadie al ateísmo y respeta sinceramente a los que creen; por otra parte, está convencido de que la formación religiosa que se da en las escuelas —pésima— contribuye más a hacer descreídos que creyentes.
—¿Por qué nadie habla de Llopis?
—La derecha, por razones obvias; los comunistas y allegados, porque él fue anticomunista convencido; los socialistas, porque era la cabeza de los que perdieron en Suresnes… Pero duele más ver cómo la UGT se ha deshecho sin compasión de la FETE, que él fundó. A ver si, para compensar, alguien tuviera el gesto de ponerle su nombre a un colegio. En Cuenca, por ejemplo, donde trabajó.
No caerá esa breva, pienso entre mí.