domingo, 21 de agosto de 2016

Feria

Almagro se asoma a la feria, se relame. Los días más cortos, el fresco de finales de agosto, la luz delicada de la mañana que dura mucho rato a la sombra del ayuntamiento, la plaza llena de hombres ociosos comentando banalidades y tejiendo habladurías, el pregón de los toros, las tiendas atestadas, la sensación ligera de postergar obligaciones, de alargar la inocencia de un presente sin culpa, la vuelta a la niñez exaltada e ingenua, el asombro ante la maravilla de haber llegado otro año a la puerta de la dicha más simple, universal y generosa: la inminencia redonda de la fiesta aún intacta y sin taras, preñada de regalos… Y el escepticismo cazurro, pedestre, de los resabiados que certifican —como si los demás fuéramos tontos— la vanidad sin fundamento de todas las ilusiones, que profetizan melancolías y marchitan esperanzas apenas brotadas.
—Don Juan, no exagere; muchos consideran la feria una antigualla y un engorro, se toman vacaciones, huyen a las playas: les importa bien poco el catálogo de emociones blandengues que tanto les gustan a los que escriben en la revista oficial, a los pregoneros, a las autoridades… y a los viejos.
—Los viejos sabemos bien que las ferias de la infancia no volverán. El mundo ha cambiado mucho; antes las fiestas eran pocas y estaban pautadas por el calendario astronómico, es decir, por el calendario agrícola de las cosechas y su milagro de sorprendente y efímera prosperidad. En la fiesta se gastaba con menos reparo; se comía y se bebía sin mesura; se relajaban las convenciones y frenos de la moralidad cotidiana; se compraban y se veían cosas insólitas el resto del año; y se abandonaba la gente a una especie de éxtasis primitivo y algo bárbaro, como de horda, que reforzaba los vínculos de la comunidad mediante rituales casi sagrados.
—¿Se refiere a las ceremonias religiosas?
—También, aunque no principalmente. Las ceremonias religiosas eran —y son— para bastantes mera puerta y portazgo que legitima lo que habrá después. Y lo que habrá después es mucho más antiguo que el cristianismo: viene, como mínimo, del Neolítico y es en todas partes igual. Derroche, juego y exaltación ebria. Ahí entran los toros, por ejemplo.
—¿Los toros?
—Los toros se están muriendo a chorros y no tienen ninguna posibilidad de salvación, como no sea en forma de espectáculo exótico para turistas con inquietudes etnológicas. Pero no se están muriendo por ser una costumbre salvaje, ni porque haya aumentado la sensibilidad frente el sufrimiento de los animales. No: se están muriendo porque la sociedad en la que tenían sentido —una sociedad arcaica, de fundamento agrícola y bajo el calendario de las cosechas— se ha muerto ya. Los toros sobreviven por inercia, pero carecen de sentido y función: si se dejaran a su suerte morirían pronto o habrían muerto. Sociedades distintas, fiestas distintas: la playa en lugar de la feria.
—¿Qué quiere decir con dejar los toros a su suerte?
—Que se sacaran de la discusión política —siempre oportunista, siempre banal y siempre olvidadiza de la realidad— y que los pagaran quienes quisieran verlos.
—¡Se subvencionan tantas cosas!
—Demasiadas. Siempre ha habido espectáculos públicos y festejos costeados generosamente por los poderosos que querían ganarse la adhesión de la plebe o congraciarse con ella. Pero lo hacían con su dinero —otra cosa es que ese dinero hubiera salido previamente del lomo de quienes recibían alborozados la dádiva—; mientras que ahora lo hacen las instituciones con el dinero de los impuestos y obedeciendo a criterios quizá caprichosos que sería prudente revisar.
—¿Y quién le pone el cascabel al gato?
—No lo sé, desde luego. Pero aquí, igual que en todo lo que atañe a la vida común, al dinero común, sería bueno hablar clara y libremente, a partir de hechos y datos comprobables, exponiendo argumentos racionales que se pudieran rebatir con argumentos racionales, sinceramente, lealmente, sin trampa, evitando la demagogia…
Alguien interrumpe la perorata:
—Don Juan, que somos viejos...
Del viejo, el consejo: por eso los doy.
—Pero nadie le hará caso.
—¿A mí qué más me da? ¿A nosotros qué más nos da? Somos viejos, en efecto y por desgracia; nadie nos hace caso. Sin embargo, seguiremos diciendo lo que nos dé la gana con una libertad que, en otras etapas de la vida, es más difícil de practicar: porque nosotros no tenemos intereses.
—¿Que no tenemos intereses? Dos por lo menos: hablar y beber.
—Con moderación ambos, por favor.
—O sin ella. Y menos en feria.

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