Como en diciembre, don Juan está en Madrid para votar. Él no
se cansa: ha votado en todas las elecciones y referendos desde la Ley
para la Reforma Política; mientras tenga salud, votará: en la urna, no por correo. A pesar de la edad, conserva casi la misma ilusión que
el 15 de junio de 1977, pues, aunque —ahora, por ejemplo— no le
gusten mucho las opciones, no ir a votar sería abdicar la condición de ciudadano: el paso previo a que otros lo degradaran a súbdito. Y eso nunca. La
democracia —casi no habría que decir estas cosas— es mucho más que elegir a los representantes, pero es, sobre todo, elegir a los representantes
mediante voto libre, igual, directo y secreto. Quienes insisten machaconamente
en que democracia no es solo votar parece que quisieran
convencernos de que votar no es importante; parece, incluso, que quisieran
espantar de las votaciones a la gente común para sustituirla por alguna “vanguardia”,
alguna élite selecta y pequeña que, erigida en “intelectual orgánico”, votara a mano
alzada en asambleas a las que no tiene acceso cualquiera. Y eso, repite don Juan, nunca: ya
sabemos —los viejos— cuánto dieron de sí el “centralismo democrático” o las “democracias” adjetivadas. Por desgracia —piensa don Juan—, algo están
logrando: hay quien siente ya que esto de las votaciones es una pejiguera, quien rehúsa formar parte de las mesas electorales, quien se desentiende…
Obviamente, las “élites” no se desentenderán y harán política sin la gente
común, probablemente contra la gente común.
Don Juan vota en la calle
García de Paredes, en un colegio religioso concertado que se llama La
Inmaculada-Marillac.
—Algún día —me dice— hablaremos de santa Luisa de Marillac y
de san Vicente de Paúl, una pareja muy interesante.
El colegio es grande, levantado en distintas épocas;
conviven en él viejos edificios de ladrillo rojo como hay tantos en esta zona
de Madrid, y otros austeros, neutros y prácticos que reflejan estupendamente el
dinámico espíritu monjil que se extendió tras el Concilio; está cuidado y limpísimo.
Don Juan —lo sabemos— es hombre curioso; cada vez que acude va sin prisa; si
puede, recorre las dependencias, se asoma a las aulas —tienen grandes ventanas a los
pasillos: ¿quién mirará desde ellos?—, a la capilla, a cualquier habitación que esté abierta; ve las pistas deportivas y los edificios de alrededor en donde habitan
gentes de una cierta clase media conservadora y discreta… Pero, sobre todo,
mira los tablones de anuncios. En cualquier institución, grande o chica, los
tablones de anuncios son una mina de información pertinente; en los colegios,
cuando se está captando alumnos para el curso venidero, más todavía. Don Juan
se entera de comuniones y confirmaciones, de actividades por el Madrid cervantino, de
una excursión a Alcalá, de la Olimpiada Cultural… y se imagina a las monjas —stricto sensu no lo son— revisando bien cualquier detalle en que hoy pudieran reparar los votantes.
—¿Qué ha visto usted, don Juan? —le pregunto por teléfono.
—Que los colegios concertados se venden estupendamente. ¿Harán lo mismo los colegios públicos?
—En lo que puedan lo harán también: nadie quiere que vean su
casa desaliñada. Pero yo le preguntaba por las elecciones.
—Aquí gana el Partido Popular con una suficiencia
aplastante. Aun así, en diciembre Ciudadanos sacó buenos resultados. En eso nos
debemos fijar: en el balance PP-Ciudadanos: ¿se consolidará Ciudadanos como la
opción moderna y civilizada de la derecha? ¿Volverá la derecha a reagruparse en el PP? Si se produce lo primero, el PP no gobernará; si lo
segundo, habrá PP para rato.
—¿Y la izquierda?
—En este barrio no hay izquierda: unos cuantos a los que
habría que declarar “especie protegida”. Respecto a España en general, la izquierda terminará volviendo al monopartidismo imperfecto,
aunque el viaje será largo y tortuoso, y el proceso no se completará hasta que
los votantes del PSOE vayan muriendo o domesticándose los de Podemos.
—¿Sorpasso, pues?
—Veremos. En la derecha, no; en la izquierda, improbable. Y al final sería tan solo un cambio de siglas y personas. ¿No
ve usted el súbito aprecio por la socialdemocracia de la tribu eclesiástica? Hace bien poco les daba
náuseas, ahora no se les cae de la boca. Y los catecúmenos ni lo han notado.
—La memoria es muy traicionera.
—Eso será, pero la mía es buena aún. ¿Recuerda usted las
esperanzas que tenía en diciembre? Hoy tengo muchas menos. De todas formas, seguiré
votando.
Casi a punto de colgar le pregunto:
—Y del Brexit, ¿qué me cuenta?
—El Brexit y los resultados españoles se quedan para el domingo que viene.
Casi a punto de colgar le pregunto:
—Y del Brexit, ¿qué me cuenta?
—El Brexit y los resultados españoles se quedan para el domingo que viene.