domingo, 27 de marzo de 2016

Tolerancia

Don Juan, enemigo de las aglomeraciones, ha pasado estos días en Navaltizón, solo. Ha caminado entre sabinas y carrascas, ha leído —a Eugenio Florit, que lo llevó a Aldana; Aldana a Herrera; Herrera a Garcilaso…—, ha oído música —las Pasiones de Bach—, ha escrito algo…
—¿Florit?
—Florit es un buen poeta del siglo XX al que la sombra de otros más grandes ha oscurecido. Algún día hablaremos de él. Y de Francisco de Aldana. Aldana es maravilloso. Poeta soldado igual que Manrique, igual que Garcilaso; criado en la corte de los Medici; muerto en Alcazarquivir con el rey don Sebastián... Aldana canta lo mismo los placeres crudos del sexo que el alambicado amor petrarquista, el heroísmo que las miserias de la guerra, y es capaz de conmovernos —“Yo soy un hombre desvalido y solo”— en la formidable Epístola a Arias Montano. Todo a la vez, con buen humor y sensata ironía, contradictorio quizá, pero no abrumado por las contradicciones. Como nosotros.
Don Juan anda hoy enigmático. Puesto que rara vez usa estos plurales inclusivos, un amigo pregunta:
—¿Quiénes son nosotros?
Don Juan señala alrededor:
—La gente que anda por ahí, ustedes, yo mismo… los españoles.
—Explíquese, don Juan —casi suplica alguien.
—¿Han visto la Semana Santa? Todo el mundo en la calle: los penitentes y los curiosos; los católicos —fervientes o tibios— y los ateos —tibios o fervientes, que de los dos hay—; los que ayunan y los glotones… Juntos y revueltos, y no pasa nada: nadie se altera, nadie se molesta, nadie pretende echar a nadie. El progreso de los españoles en el muy difícil arte de la tolerancia —virtud cívica esencial— no tiene igual en el mundo: aquí cabe todo y todo se acepta sin reticencia alguna. Si pienso en la Semana Santa tétrica de antaño, plagada de prohibiciones y obligaciones, de hipocresía y disimulo, el cambio ha sido formidable: la medida exacta de las muchas cosas que en España han ido bien.
—¿Y las autoridades en las procesiones todavía? ¿No le parece algo arcaico?
—A mí —ya lo saben— me gustaría la total separación de la Iglesia y el Estado, pero en estas cosas no hay prisa, cada sociedad tiene su historia, no hace falta apresurar lo que terminará sucediendo: ¿qué ganaríamos? Lo importante es la tolerancia, el respeto, la posibilidad de crítica, la libertad. Si un alcalde quiere ir a las procesiones, que vaya. Y, si no quiere ir, que no vaya: no pasará nada; nadie se escandalizará ni por lo uno ni por lo otro. Casi me atrevería a asegurar que los que van van porque les gusta, no porque los llamen. Y algunos lo hacen con sorprendente entusiasmo: por ejemplo, la alcaldesa de Ciudad Real…
Yo creo que don Juan —cielo azul, sol en lo alto, jóvenes ligeras de ropa, martini estimulante— se embala, que debería precisar. Me despisto un poco. La tolerancia les lleva al terrorismo… Por desgracia, este último año hemos hablado demasiadas veces de terrorismo. Por desgracia también, es probable que no hayamos concluido. Cuando pillo el hilo don Juan está diciendo —¡una vez más!— que el terrorismo tendrá muchas causas, pero ninguna justificación; que tal vez los terroristas aleguen razones —razones locas, razones de loco: ¡quién en su sano juicio mata y muere por Dios?—, pero que no tienen razón. Obvio, pienso. Y estamos al cabo de la calle de las reacciones que suscita el terrorismo: desde el brutal fanatismo simétrico al síndrome de Estocolmo. Yo no daré más vueltas a esta noria: no escribiré aquí ni una palabra más sobre el asunto. Seguiré haciendo vida normal, disfrutando muy conscientemente de las libertades europeas, sin histerismo ninguno, sin heroicidad tampoco, puesto que es muy difícil —mero cálculo de probabilidades— que el terrorismo me alcance en el cuerpo o en los bienes, y en las convicciones no me alcanzará. De todas formas, si a alguien le interesa lo que opina don Juan al respecto, puede leer estas entradas: las del 18/01/15 y el 25/01/15 sobre Charlie Hebdo; la del 15/02/15 sobre Copenhague; la del 12/04/15 sobre Kenia; y la del 29/11/15 sobre los, hasta ahora, últimos atentados en París.
Aunque a muchos, afortunadamente, se les haya olvidado, España padeció durante cuarenta años un terrorismo xenófobo, fanático y sanguinario en extremo, el de ETA. Con paciencia, mucho sentido común, y eficacia policial y judicial, los españoles conseguimos derrotarlo. El terrorismo de ETA no nos acobardó ni cambió nuestra formas de vida —las bombas en las playas no disuadieron a nadie de irse de vacaciones—. Lo mismo pasó el 11M. Habrá que explicarles estas cosas a nuestros compatriotas —sí, compatriotas— europeos. Y a los jóvenes. Pero yo no lo haré: está decidido.