domingo, 31 de enero de 2016

Los diarios

Los periódicos —lo dijo Cortázar— experimentan excitantes metamorfosis: en el principio, un motón de hojas impresas, limpias y ordenadas, con olor de tinta, que una máquina escupe a ritmo de metrónomo; solo si alguien los lee, son diarios; retroceden a montón de hojas impresas en un banco del parque, y quizá acaben envolviendo medio kilo de acelgas o un bocadillo de chorizo. La vida de los periódicos de bar, aunque parecida a la del resto de los diarios, es en algunos detalles ligeramente distinta; sobre todo en esos bares un poco desordenados, de clientela repetida y confianzuda en los que rara vez se les hace demasiado caso. En Almagro hay muchos: los diarios se apilan en un rincón de la barra por estratos de fecha, disparejos, dormidos, pero expuestos al cataclismo de algún curioso que escarba el montón buscando algo, lo desordena y rompe la paz funeraria en que vivían los números atrasados.
Don Juan ha llegado hoy el primero al bar de la ronda donde habíamos quedado. Por entre la vasta geología de Tribunas y Razones —se venden en el mismo lote, a precio de saldo, los baristas no se andan con remilgos intelectuales…—, entreverada de Marcas y Ases, ha dado con un País: el del jueves. Ya lo había leído, pero hoy lo hojea desganado mientras hace tiempo. Cuando llegamos, comenta:
—Uno de los entretenimientos más instructivos que hay es leer los periódicos viejos. Los muy viejos, para comprobar melancólicamente que casi nada de lo que nos preocupó era importante, y lo que ha demostrado ser importante no nos preocupó casi nunca. Los de los días pasados, para lamentar una de las mayores deficiencias de la prensa española: los periódicos no nos cuentan lo que sucede, pretenden influir en lo que vaya a suceder. Quizá en otros lugares sea lo mismo, pero aquí se nota mucho; con la diferencia, además, de que todos los periódicos quieren pasar por serios, siendo como son, muchos de ellos, prensa amarilla de la más amarilla.
—No lo dirá usted por la entrevista a Felipe González…
—Felipe González ha sido, sin discusión, el mejor presidente de la democracia. Merece que lo oigamos con atención y respeto. No aspirará, supongo yo, a que le hagamos caso en todo lo que dice, pero casi todo lo que dice es prudente y razonable.
—Solo por las canas, en otros tiempos le hubieran tenido más consideración —dice alguien que no está precisamente en plena juventud.
—A nadie hay que considerarlo más o menos por la edad que tenga, sino por la inteligencia que demuestre. Ni la juventud por sí sola ni la vejez por sí sola valen para nada. Ahora bien, en algunos casos, la experiencia pasa a formar parte de la inteligencia; y en otros casos, el ímpetu juvenil también es un componente de la inteligencia. A Felipe González hay que tenerlo en cuenta porque es inteligente y experimentado, no porque sea viejo.
—Pues las críticas no han sido pocas.
—Ya hemos comentado alguna vez que el PSOE tiene dos almas y una pulsión suicida nada despreciable. Ahora, los dirigentes por unas cosas —cuyo resumen es fácil: conservar el sillón—, y los militantes por otras —cuyo resumen tampoco es difícil: la desorientación que padecen—, en imprudente exhibición de diferencias, están a punto de deshacer un partido que ha sido importantísimo y que todavía es indispensable. Sin necesidad.
—¿Sin necesidad?
—Claro. El Partido Popular fue el más votado en diciembre, de él era la batuta. Un PSOE en sus cabales se hubiera limitado a esperar y a influir. La precipitación y el nerviosismo con que se han desempeñado algunos dirigentes son ridículos y estúpidos. En cambio, el PP ha echado cuentas, ha decidido que le convienen otras elecciones: a por ellas va.
—¿Se lo ha dicho alguien?
—No hace falta: si quisiera consenso no hubiera nombrado portavoz parlamentario a Rafael Hernando, ese faltón impertinente: alguien habrá entre los diputados que pueda hablar serenamente con todo el mundo, con respeto y sin aspavientos, en voz baja y allanando diferencias. ¿Por qué no han escogido a un hombre o a una mujer de paz? Porque no la quieren: quieren elecciones.
—¿Y los demás?
—De ellos hablaremos otro día.
Un silencio ominoso se apodera de la reunión. Don Juan sigue hojeando el periódico.
—Si al menos El País supiera cómo se escribe el nombre del libro más importante de nuestra lengua, nos consolaríamos algo. Pero ni en eso nos ponemos de acuerdo. Vean: el Quijote, El Quijote, “El Quijote”, el ‘Quijote’…
Para espantar el pesimismo, nos tomamos otra copa. Y que sea lo que Dios quiera.



domingo, 24 de enero de 2016

24 de enero de 1593

—Como hoy, el 24 de enero de 1593 también fue domingo —dice don Juan.
A mediodía, niebla en retirada, estuvimos por San Ildefonso, la ermita que tanto le gusta, tomando unos chatos; hemos comido luego en la Posada; y, aunque la tarde, tibia y de sol, invitaba al paseo, aún seguimos de sobremesa, larga y bien surtida de copas y vasos.
—Tiene muy buena memoria, don Juan —apunta alguien con amable retintín.
—No: me gusta leer —replica sin acritud—. Ese día llegó a Almagro Mateo Alemán. Venía de Madrid, comisionado por el Consejo de Órdenes, para hacer indagaciones sobre cómo trataban los Fúcares a los galeotes que tenían cedidos achicando agua en la mina de Almadén.
—¿No ha dicho usted muchas veces que aquí nunca hubo Fúcares?
—No los hubo, obviamente. Si oyen expresiones del tipo “los Fúcares se establecieron en Almagro…”, “los Fúcares construyeron…”, u otras similares, deben entender que quien las dice no está mintiendo; está hablando con toda precisión, pero figuradamente: lo mismo que al decir, por ejemplo, que Hitler invadió Polonia o que la policía detuvo a los asaltantes de un banco. Todos sabemos que Hitler no se movió del despacho —fueron unos cuantos miles de soldados— y que la policía no detiene a nadie: se encargan de ello los agentes, hombres y mujeres de carne y hueso. Esta manera de hablar, que los entendidos llaman metonimia, es común e irreprochable —¿han bebido ustedes alguna vez una copa de coñá?—, siempre que nadie entienda, literalmente, que hay copas de coñá. Y nadie lo hace.
—Pero Grullo no se hubiera explicado mejor —dispara alguien por lo bajo.
Don Juan, duro de oído ya, no presta atención. Prosigue:
—No hubo, pues, Fúcares en Almagro; hubo, eso sí, durante un siglo y pico, sucursal de las empresas de los Fúcares —varias a lo largo de este tiempo, con razones sociales que los historiadores conocen perfectamente—; y, al cargo de ella, técnicos y directivos, los más importantes de los cuales eran los factores.
—Muchos almagreños creen otra cosa, y hasta hablan del “palacio” de los Fúcares.
—Bien saben ustedes que las historiografías locales suelen ser perezosas: lo que dijo el primer historiador lo repiten sin crítica los que vienen después, todos ellos con el muy noble propósito de dar lustre a su patria; y lo repetido muchas veces llega a hacerse verdad indiscutible. Pero hoy estamos seguros —nos lo han demostrado beneméritos historiadores aficionados: Julián Aranda, Arcadio Calvo...— de que el tal “palacio” no fue obra suya.
—Parece que hay otros candidatos.
—Ningún Fúcar vivió en este pueblo, eso es tierra firme. Ahora bien, los Fúcares tuvieron edificios e instalaciones más o menos lujosas, y en ellos, naturalmente, figuraban profusamente los “logotipos” de la firma, igual que hacen las empresas de hoy. Es posible —pero muy improbable— que alguno de estos inmuebles mereciera el nombre de palacio. De todas formas, nada quiere decir: también la Justicia tiene palacios y no habita en ninguno de ellos.
—Don Juan…
—No me hagan caso. Estábamos hablando de Alemán. Nunca ha pasado aquí tanto tiempo un escritor como Alemán. Nunca Almagro ha dejado huella en una obra como la suya. Y bastantes almagreños lo ignoran.
—En España no hay costumbre de leer a los clásicos. Salvo usted, ninguno de los que estamos en la mesa ha leído el Guzmán.
—Ustedes se lo pierden. Pero un personaje de Galdós nació en Miguelturra y bien que lo sabe todo el mundo.
—Alguien se lo habrá enseñado.
—En efecto. En Almagro, en cambio, cegados tal vez por el resplandor de los Fúcares, pocos han explicado que Alemán estuvo aquí, que trabajó a conciencia, que se enfrentó valerosamente a Juan Jédler, factor de los Fúcares —es decir, los Fúcares tenían en Almagro un factor porque ellos no estaban; en Augsburgo no tenían necesidad—, que fue a Almadén, interrogó a los galeotes, vio cómo vivían… y que, si toda aquella tarea sirvió de poco, dejó en Alemán poso suficiente como para convertirse en literatura.
—Luego de algo sirvió.
—Buena corrección. Sirvió, en efecto, para que Guzmán de Alfarache viniera a Almagro, entrara por la puerta de Villarreal, recorriera esta calle —la señala tras la ventana—, se hospedara en un mesón de la plaza, oyera misa en San Bartolomé… y para que en el Guzmán haya Fúcares y galeotes. Como, más tarde, en el Quijote.
—¿También Cervantes anduvo por Almagro?
—No, que sepamos. Pero leyó el Guzmán y aprendió mucho. Otro día, si nos queda tiempo, hablaremos de Cervantes y de Alemán, que eran de la misma edad y nacieron casi el mismo día.

domingo, 17 de enero de 2016

"El complejo de Urcuyo"

Han leído perfectamente: Urcuyo. A mí también me costó un poco darme cuenta de que don Juan no estaba hablando del presidente vasco. Don Juan es viejo; don Juan tiene muy buena memoria; don Juan se acuerda de cosas que la mayoría de la gente ha olvidado o no ha llegado a conocer. Por ejemplo, de Urcuyo.
—¿Urcuyo? ¿Quién es Urcuyo?
Don Juan —ya lo han visto ustedes— es paciente:
—Durante unas horas del 17 de julio de 1979, entre Somoza y los sandinistas, Francisco Urcuyo Maliaños fue presidente de Nicaragua. ¿No se acuerdan?
En el corro —vamos teniendo años— hay gente que recuerda sucesos de 1979: la revolución iraní que llevó a los ayatolás al poder, y ahí siguen —“Como si en España mandaran los obispos”, dice un anticlerical—; el asalto, unos meses después, a la embajada norteamericana de Teherán —“Dinero para Holliwood”, deja caer un cínico—; el golpe que aupó a Obiang en Guinea, y ahí sigue —“Robando más y mejor”, apunta un escéptico—; la revolución de Nicaragua, lugar de culto y peregrinación para muchos españoles como, para otros, el Palmar de Troya, que aupó a Daniel Ortega, y ahí sigue —“Robando más y mejor”, repite el mismo escéptico—; las primeras elecciones municipales democráticas en España, que trajeron nuevos alcaldes —“Algunos, viejos como Matusalén, ahí siguen”, insiste el escéptico—; la riada de Valdepeñas… Pero de Urcuyo no se acuerda nadie.
Don Juan saca del bolsillo de la chaqueta un folio impreso.
—De Triunfo se acordarán, supongo.
Nos acordamos, es verdad: los españoles con más de cincuenta años se acuerdan de Triunfo.
—Ahora Triunfo está en internet. Dispone de estupendas herramientas de búsqueda que hacen sencillísima cualquier consulta: una maravilla patriótica, discreta y admirable. Pero yo guardo en papel, encuadernados, todos los números, desde 1965 hasta el cierre. De vez en cuando, en el melancólico vacío de las tardes invernales, hojeo alguno. Me alegro de vivir en la España de hoy; lamento, sin embargo, que no haya una revista como aquella.
—La Transición produjo damnificados.
Asiente con la cabeza; prosigue:
—Ayer encontré esto.
Nos pasa el folio; reproduce la página 15 del número 861 de Triunfo, el de 28 de julio de 1979. Es la columna de ‘Los contemporáneos’; la firma Pozuelo.
—Pozuelo era —nos aclara— uno de los varios seudónimos que usó Haro Tecglen: el nombre del pueblo donde nació, Pozuelo de Alarcón. Les sonará a ustedes por el alcalde de la Gürtel, aquel del Jaguar, el marido de Ana Mato.
De eso sí nos acordamos. Otra vez el folio en la mano —que hemos inspeccionado con desigual interés—, don Juan lee algunos párrafos de la columna; se llama “El complejo de Urcuyo”:
Urcuyo el Breve es un admirable personaje para los libros de psicología. Representa la fascinación por el poder y la facilidad del ser humano para creer que todo poder viene de Dios, y reside en unos atributos presidenciales o reales: una banda, un trono, un cetro. O una ventanilla de funcionario, o un uniforme de guarda.
El complejo de Urcuyo está enormemente extendido. Un vistazo a nuestros contemporáneos, y si podemos a nosotros mismos —uno mismo es lo más difícil de ver— nos lo puede demostrar. Los urcuyos aparecen y desaparecen a cada instante. Un urcuyo es todo aquel que, de verdad, se cree que es él mismo, y no un fruto de las circunstancias, un cruce de intereses, un ser para guardar la silla de otros.
Levanta los ojos del folio. Nos mira por encima de las gafas con gesto de interrogación:
—¿Les suena?
—¿Puigdemont? —me atrevo a preguntar.
—Puigdemont, en efecto: “un fruto de las circunstancias, un cruce de intereses, un ser para guardar la silla de otros”. Pozuelo estaba profetizando.
Yo pienso para mí: la historia se repite, todo lo que pasa ha pasado ya. Un amigo interviene:
—No ha leído usted el artículo completo. Mire esto también: “A Tomás Beckett le puso el Rey, su compañero de juergas y de cinismo, un traje de cardenal, para que compartiera su poder arbitrario; apenas revestido, el juerguista se creyó verdaderamente cardenal y defendió su misión y su puesto de trabajo hasta el punto de ser asesinado como mártir —"asesinato en la catedral"—: hoy es un santo de la iglesia católica. El hábito hace al monje. A condición de que se lo crea”. Puigdemont da la sensación de que se lo cree.
Nadie lo dice, pero estamos de acuerdo: Puigdemont se lo cree. Poca gente hay más peligrosa que los que se lo creen, los que tienen una misión, los que quieren salvarnos, llevarnos a la tierra prometida.
—Sálvanos, Señor, de los salvadores.
—Amén.

domingo, 10 de enero de 2016

Canossa

Se habla mucho de la “caducidad de los saberes”. Otra tontería que habrán inventado los pedagogos, piensa don Juan. Caducan las aplicaciones prácticas de ciertos saberes, y muchos de ellos se ven refutados y remplazados por otros en el largo y arduo camino del conocimiento, quién lo va a negar: hoy casi nadie necesitará un eslabón, un pedernal y un copo de yesca para encender la lumbre; hoy sabemos que, pese a todas la apariencias, el Sol no gira alrededor de la Tierra. ¿Y qué? Si alguien supiera prender fuego a la manera antigua, ¿perdería algo? ¿Le estorbaría? O ¿cómo se hubiera llegado al heliocentrismo sin que los astrónomos apuraran el geocentrismo hasta el límite de sus contradicciones?
—¿A qué viene eso, don Juan?
—Viene a que vivimos en un mundo tan ridículamente satisfecho de sí mismo que se permite abolir el pasado, declararlo caduco, sin ni siquiera haberle echado una ojeada.
—Hay historiadores, arqueólogos, filósofos, filólogos que no hacen otra cosa que mirar al pasado. Y muchos comen de ello.
—Comen mal, generalmente. Y son unos pobres sujetos cuya influencia es mínima, insignificante. Se les tolera, pero en los márgenes, casi como a los leones del zoo.
Cuando don Juan sale con estas, es porque algo lo ha sacado de sus casillas.
—¿Está usted enfadado? ¿Ha dormido mal?
In pace in idipsum dormiam et requiescam; gracias a Dios, pocas cosas me quitan el sueño. Pero el otro día, hablando de las elecciones con un amigo, le dije que el Partido Popular debería ir a Canossa; me miró estupefacto. Ustedes sí se acordarán de la Guerra de las Investiduras —insinúa, no muy convencido.
Las caras que ve alrededor le imponen, una vez más, el regreso a la tarima docente:
—En el siglo XI el emperador Enrique IV y el papa Gregorio VII se las tuvieron tiesas a propósito de la facultad de investir a los cargos eclesiásticos. Iba ganando el emperador, pero el papa sacó la artillería pesada: lo excomulgó. Eso, en aquellos tiempos, eran palabras mayores. El emperador —no sabemos si fingida o sinceramente— se arrepintió de sus yerros y fue a humillarse ante el papa, que estaba en Canossa. El papa lo perdonó, claro, pero antes le hizo esperar tres días a la intemperie, en la puerta del castillo, y era enero.
—Qué crueldad.
—Donde las dan las toman. Si los dirigentes del PSOE gozaran de estos saberes caducos, en lugar de convertir al partido en una olla de grillos, habrían dicho que sí, que ellos, por el bien de España y de la estabilidad política, están dispuestos a aceptar un nuevo gobierno del PP, pero que el PP debe hacer penitencia, retractarse de los errores —recortes, reforma laboral, Ley mordaza, LOMCE, Montoro…—; o sea, bajarles los humos, y exponerlos al relente de crear, por decir algo, un Ministerio de la Memoria Histórica con Rafael Hernando de Director General de Exhumaciones. De paso ganaban tiempo.
—¿Tiempo?
—¿No vieron ustedes el espejo griego que les enseñé el otro día? Como están las cosas, el partido más perjudicado si se repitieran las elecciones sería el PSOE; en cambio, de aquí a 2019 ya iríamos viendo.
—También pueden hacer lo mismo que en Portugal: pilotar un gobierno de izquierdas.
—No lo creo. Los portugueses tienen sobre nosotros una enorme ventaja: allí hay solo una patria; por muy distintas que sean las opciones políticas, todas quieren lo mejor para Portugal; mientras que a este lado de la raya hay un batiburrillo exuberante y variado de patriotismos diversos: ¿quién será tan insensato como para meter en el gobierno de España a los que quieren destruirla?
—Pero esos patriotismos diversos, como usted dice, existen: habrá que tenerlos en cuenta.
—Naturalmente. Y ahí también el PP debería pasar bajo las horcas caudinas —otro día hablaremos de ellas— de ensanchar su visión de España, de implicarse en una reforma de la Constitución para que se acomode a la realidad. Ahora bien, sin dejarnos arrebatar por ventoleras o antojos descabellados de unos cuantos doctrinarios milenaristas que parecen nietos de los que soporté en la juventud  y que, como aquellos, madurarán y se harán de extrema derecha.
—Lo último es muy probable; lo primero va a ser difícil.
—Claro, pero es imprescindible. Ojalá los responsables políticos dieran la talla. El PP no la está dando: quiere que le regalen el gobierno sin apearse de la borrica. Podemos, tampoco: como niños caprichosos reclaman enfáticamente la luna, sabiendo que nadie se la va a dar; es decir, pura táctica para ganar votos en las próximas elecciones, si se repiten: sabe que, cuando el PSOE se quite de enmedio, ellos ocuparán el sitio. Los socialistas, ensimismados, ensayan el procedimiento más doloroso de suicidio. Ciudadanos titubea: a ver si lo que hemos ganado se nos va a escapar sin disfrutarlo…
—Y, entremedias, el barrizal de Cataluña.
—Saquen ustedes el farol y vamos a buscar un estadista; o, por lo menos, un dirigente que vea un poco más allá de sus narices.

domingo, 3 de enero de 2016

Grecia

—Ayer fui a comprar el periódico y me encontré un fantasma.
Don Juan dice esto abruptamente, sin saludar, sin felicitarnos el año, sin pedir el café y la copa. Quienes lo conocen menos temen que le haya sentado mal la Nochevieja. Pero yo sé que no: amaga una sonrisa y los ojos le brillan maliciosamente. Como el jugador que enseña cartas ganadoras, deja encima de la mesa una revista:
—Ahí lo tienen: Yanis Varufakis. Para esto ha quedado.
—¿Para qué ha quedado? ¿Por qué es un fantasma?
—Digo fantasma en las acepciones tercera y quinta del DRAE. Es decir, un muerto que se nos aparece sin esperarlo, y un individuo hinchado de vanidad. Y ha quedado para esto, para salir en una revista femenina.
—¿Icon es una revista femenina?
—Antes se llamaba revista femenina a la publicación, dirigida expresamente a cierta clase de mujeres, que trataba temas de belleza, de moda, de actualidad, de “pensamiento positivo”, de cultura, sin meterse en profundidades y sin salirse de lo políticamente correcto. Icon es ahora lo mismo, aunque para hombres.
Nadie dice nada. Don Juan vuelve al fantasma:
—Varufakis representa muy bien al revolucionario de salón. Un tipo seductor, palabrero, con remedios maravillosos para todo, pero falto de rigor; es decir, que no cuenta con la realidad: espera que la realidad se acomode a su palabrería. Obviamente, si alguna vez tiene la oportunidad de llevar a la práctica sus ideas, fracasa estrepitosamente, porque la realidad es dura y terca. Ahora bien, nunca reconocerá el fracaso: el fracaso será de la realidad, que, malvada, no se aviene a sus deseos. Cojos que le echan la culpa al empedrado.
—Hay muchos de esos.
—Sí, hay muchos. Mientras despotriquen en las televisiones o escriban en los periódicos, son inofensivos; lo malo es que lleguen a gobernar. Afortunadamente para Grecia y para Europa, Tsipras ha demostrado más inteligencia.
—¿Por qué lo dice?
—Yo confiaba poco en Tsipras, ya lo saben ustedes. Creía que era un fantasma como Varufakis. Pero no. Tardó seis meses en darse cuenta de que los aspavientos teatrales de Varufakis eran suicidas, que hay que considerar la realidad, que en cada momento debe hacerse lo que se puede, aunque no sea todo lo que se quisiera. A los seis meses, mediante una maniobra tramposa pero efectiva, un regate digno de Messi, echó carnaza a los radicales —el referéndum— y se deshizo de ellos; llegó a un acuerdo con los acreedores; convocó elecciones y las ganó con solvencia. Y con ayuda.
—¿Con ayuda?
—Con ayuda legal. El parlamento griego tiene trescientos diputados, de los cuales solo se eligen doscientos cincuenta; los cincuenta restantes se le adjudican gratuitamente al ganador. Con mayores o menores cautelas y tecnicismos, en muchos países se hace algo parecido. Se considera que la representatividad de los parlamentos no es un valor absoluto, que también importa la estabilidad de los gobiernos. A lo mejor no es ninguna tontería. Si el mismo sistema rigiera en España, el PP tendría ahora mayoría absoluta.
—No dé usted ideas.
—Las dio Nuestro Señor Jesucristo en el Evangelio de San Mateo: Omni enim habenti dabitur, et abundabit; ei autem, qui non habet, et quod habet auferetur ab eo. O sea, que al que tiene mucho se le dará más, y al que tiene poco se le quitará lo poco que tiene.
—Lo que ha hecho el Partido Popular estos cuatro años. Por eso lo ha votado tanta gente: por aplicar el Evangelio —dice un guasón.
Don Juan lo mira sonriente; sigue a lo suyo.
—También, en cumplimiento de este mismo mandato evangélico —que se suele llamar Principio Mateo—, a los partidos que sacan menos de un determinado porcentaje de votos se les excluye del reparto de escaños; aunque tuvieran derecho a alguno, no se les da. Una “barrera electoral” pensada igualmente para que haya gobiernos estables.
—Pero hablaba usted de Grecia…
—De Grecia hablo, ahora que casi nadie lo hace. Desde septiembre, Grecia ha desaparecido de las televisiones, de los periódicos, de la actualidad. ¿Qué significa eso? Que se están haciendo las cosas bien; es decir, que se han descartado los maximalismos y las rabietas de niño malcriado, y que los acreedores han aflojado el nudo. Grecia —y Europa— saldrá adelante.
—¿Y España?
—Que deberíamos escarmentar en cabeza ajena. Y el que más, el PSOE. En Grecia hay un espejo que no los saca muy favorecidos. En 2009, el PASOK tenía 160 diputados y SYRIZA, 13; en mayo de 2012, el PASOK, 41 y SYRIZA, 52; ahora, el PASOK se conforma con 17, mientras SYRIZA llega a los 145. Pudiera ser una advertencia.