domingo, 6 de diciembre de 2015

Día de la Constitución

El año pasado don Juan no quiso tratar el asunto; hoy empieza con ganas:
—De todos los regímenes políticos que surgieron en Europa Occidental —lo de Europa Oriental es otra cosa— a finales de la primera mitad del siglo XX, el único que no hizo nada por integrar a los perdedores, y los machacó y humilló de todas las formas posibles, fue el franquismo. La perfidia del franquismo —primero muy sangrienta y, luego, principalmente administrativa— no tiene igual en Europa. Y su ruindad tampoco: López Camarena la describe muy bien —supongo que sin darse cuenta— en el prólogo al primer volumen de las Efemérides manchegas.
—Pues Franco se murió en la cama.
—Tenía muchos partidarios; a menudo el mal tiene muchos partidarios, no nos preguntemos por qué. Pero, si hubiera sido por los alemanes, los italianos o los franceses, Hitler, Mussolini y Pétain también habrían acabado los días plácidamente. Lo impidieron soviéticos, norteamericanos y británicos.
—Sin embargo, en Italia, en Alemania y, más todavía, en Francia, se dice lo contrario: que la mayoría de los ciudadanos se opuso a los fascismos.
—Autoengaño comprensible y muy práctico. No digamos nada de la oposición a Hitler en Alemania: inexistente; no hablemos tampoco de los partisanos de Italia: tres docenas; fijémonos en la heroica Resistencia Francesa —¡Mayúsculas Mayúsculas!—: lean ustedes a Chaves Nogales, reparen en que los primeros tanques que liberaron París se llamaban Teruel o Guadalajara e iban llenos de españoles. La resistencia francesa fueron cuatro gatos, y la retórica eficacísima de De Gaulle en los micrófonos de la BBC.
—Cuando rompe usted a exagerar, don Juan…
—No exagero. Quienes exageraron, endulzando un poquillo la historia, fueron los nuevos regímenes que se impusieron tras la Segunda Guerra Mundial. Muy razonablemente, pensaron: si difundimos el mito de la resistencia casi unánime, no hace falta cargar la mano en las depuraciones y pronto todos viviremos en armonía dentro del mismo país. Añádanle a eso el Plan Marshall, mucha prudencia de los gobernantes, bastante misericordia de los ciudadanos, generosidad para mirar hacia adelante, unos tragos de olvido… y ahí tienen: los mejores setenta y cinco años de la historia de Europa.
—Edificados sobre la mentira.
—No tanto; más bien, sobre la utilidad. La política no es el terreno de lo bueno y lo malo en abstracto, sino de lo práctico: lo bueno es lo útil; la Verdad —¡Mayúsulas Mayúsculas!—, sobre todo si se predica con énfasis, casi nunca es útil. Para que hubiera convivencia tuvo que haber olvido… porque la alternativa era tremenda: matar o excluir a más de la mitad de la población.
—¿Y en España?
—Ya les he dicho: el franquismo no lo hizo; la mezquindad congénita se lo impedía. Hubo que hacerlo, con treinta y tantos años de retraso, en la Transición. Los primeros que se dieron cuenta de la necesidad de la reconciliación racional fueron los comunistas. Producido el hecho biológico —el franquismo era maestro en eufemismos: la muerte de Franco—, todos confluyeron en que la reconciliación era inevitable para eludir males mayores. Cualquier reconciliación implica olvido. Y se olvidó. De aquel esfuerzo de generosidad y desmemoria, y de la correlación de fuerzas existente —es decir, del análisis racional de lo que había, no de las ilusiones y ensueños— nació la Constitución de 1978. Nunca los españoles han tenido tanto sentido práctico, nunca tanta sensatez —la sensatez es preferir el pájaro en mano a los ciento volando: descartar el heroísmo teatral—. El resultado ha sido excelente, dentro de lo que cupo, que es la única manera de medir la excelencia en la vida.
—Pues ahora no lo parece.
—La Constitución está vieja y renquea, pero los problemas que tiene son achaques de la edad y vicios de ejercicio —hablaremos de ambos algún día, no de origen.
—Los jóvenes no opinan eso.
—¿Cuántos y cuáles? Los jóvenes que usted dice son bastante cómodos y poltrones. Les gustaría que nosotros les hubiéramos dejado el mundo apañado para siempre, es decir, querrían vivir en el paraíso. Pero eso no es posible. Hicimos lo que pudimos con la mejor voluntad. Que hagan ellos ahora lo mismo: que se procuren un sistema político para otra larga temporada de libertades, convivencia pacífica y progreso económico. Que mejoren lo que les dejamos y corrijan sus faltas. Si son capaces, que nos juzguen a los de entonces; si no lo son...
—Qué duro es usted.
—No. Me fastidia el poco conocimiento de la realidad que tienen algunos. Los marxistas sí lo tenían. Pero ya no hay marxistas. Muchos jóvenes —signifique la palabra lo que signifique— son una especie de anarquistas light que se comportan como niños caprichosos. O como cristianos auténticos. No sabe uno qué es peor.
Creo que don Juan se parece hoy a los viejos gruñones que tanto detesta. Pero no se lo digo.

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