domingo, 29 de noviembre de 2015

Todavía París

Colean aún los atentados de París y sus secuelas. A don Juan le está decepcionando la reacción francesa:
—Me entristece que el parlamento haya aprobado con urgencia y casi por unanimidad un recorte drástico de libertades y que los ciudadanos lo acepten mansamente. Esperaba otra cosa de la patria de las libertades.
Me atrevo a justificarlo:
—Marine Lepen tiene muchos partidarios.
—Demasiados —constata don Juan—. Pero es ridículo e inútil que los adversarios quieran arrebatárselos pareciéndose a ella.
—Entienda usted, don Juan, que todos estamos desorientados. En estos casos es normal dar palos de ciego y hasta fanfarronear un poco: así se disimulan las inseguridades.
—Lo entiendo perfectamente. Y creo que, para no perdernos del todo, deberíamos balizar el terreno: marcar los límites entre lo que se puede hacer y lo que no.
—¿Los conoce usted?
Ironiza:
—Si los conociera con absoluta certeza no estaría charlando con ustedes: me habrían llamado al Elíseo.
Enseguida cambia de tono:
—Pero soy viejo y he visto muchas cosas. Sé que la libertad es arriesgada, pero que recortar libertades no trae más seguridad. Sé que los políticos sobreactúan —¡esa tonta exhibición militar en Bélgica!— cuando están confusos; y, cuando no tienen talla de estadistas, manipulan en su propio beneficio las emociones ciudadanas. Sé también que no es posible borrar la historia, ni cambiar la realidad por arte de magia, ni eludir las leyes de la geopolítica. Y sé, como todo el mundo, que muchas veces lo mejor es enemigo de lo bueno.
—Concrete un poco, don Juan.
—En primer lugar, del terrorismo interior —e interior quiere decir ya europeo— han de ocuparse los servicios de inteligencia, la policía —los soldados no saben de esto— y los jueces, adaptando las leyes, pero sin tocar las libertades: si esto es una guerra, se libra por ahí afuera —en Oriente Próximo, en el norte de África—; lo de dentro es, como mucho, la quinta columna, o sea, terrorismo, y como tal debe atacarse. En segundo lugar, el terrorismo no puede tener atractivo para los jóvenes: si los condenamos a la pobreza, a la ignorancia y a la discriminación, el terrorismo quizá sea una salida para los más vehementes; por lo tanto, los jóvenes deben saber que estudiar merece la pena porque servirá para escapar de la pobreza y de la exclusión. En tercer lugar, hemos de considerar que las sociedades monoétnicas no han existido casi nunca y, probablemente, no existirán ya más; por tanto, el islam es una religión europea; ahora bien, eso no tiene ninguna importancia siempre que las creencias, las costumbres alimentarias o la manera de vestir sean tan solo caprichos o manías personales que no amenacen la convivencia.
—No lo veo muy fácil.
—Lo de las libertades sí lo es; lo de la integración puede serlo a medio plazo si aprendemos de los errores y actuamos con prudencia y decisión; lo tercero, en cambio, aunque imprescindible, parece complicado: resulta cómodo dividir el mundo en nosotros y ellos. Durante siglos, en Europa —en España casi más que en ningún sitio— nosotros hemos sido los cristianos, y ellos los musulmanes. Va a ser trabajoso construir un nosotros nuevo que abarque a los dos. Pero, definiendo bien y claramente el espacio público de convivencia regido por las normas democráticas del estado laico y relegando la religión y la etnia al ámbito de lo privado, quizá se pueda lograr, aunque hará falta tiempo y gobernantes menos mezquinos y más hábiles.
—La religión y los rasgos étnicos, después de muchos siglos, han configurado maneras tan distintas de entender el mundo y de estar en él que muchos estudiosos consideran incompatibles el cristianismo y el islam. Recuerde a Huntington.
—¿Huntington? Creía que estaba enterrado con Fukuyama. Las civilizaciones existen, obviamente, pero lo mismo que no conviene descartarlas tampoco es necesario sobrevalorarlas y constituirlas en destinos implacables. Además, no se trata tanto de civilizaciones como de individuos, pocos o muchos, originarios de una determinada civilización que se han trasladado al ámbito de otra. ¿Qué hacemos con ellos?
—Alguien lo sabrá. ¿Y lo de la historia y la geopolítica?
—Aquí sí hay que tener en cuenta las civilizaciones. Las potencias europeas armaron un buen cisco en el mundo árabe cuando se desmoronó el imperio otomano. Aquello ya está hecho; podemos lamentarlo, pero no ganaremos nada. Lo prudente es manejarlo ahora con tacto: no humillar a la población, procurar el desarrollo económico, promover cautelosamente las libertades y la democracia, solucionar la cuestión palestina, cuidar la estabilidad política —lo de Irak y Libia debe pasar a la historia como modelo de insensatez que no se debe repetir—… Otro día hablaremos más despacio.
Cuando nos retiramos es de noche. Ojalá los dirigentes europeos vieran en la oscuridad.


jueves, 26 de noviembre de 2015

Lecturas de don Juan: Almud

Disidencia religiosa en Castilla la Nueva en el siglo XVI
Ignacio J. García Pinilla (Coordinador)
Almud
Toledo, 2013


En la cadena más o menos larga que va del autor al lector, las editoriales constituyen un eslabón principalísimo, aunque muchos lectores —y, lo que es peor, muchos autores— lo desconozcan. El editor no es solo un intermediario manufacturero y mercantil; es, sobre todo, un motor que incentiva, cuida, pule y difunde el producto cultural por excelencia: el libro. Cualquier lector puede hacer, sin esforzarse mucho, una lista agradecida de editoriales con las que está en deuda.
Entre las editoriales, como es natural, se encuentra de todo: desde las que tienen objetivos principalmente crematísticos a las que, sin olvidarlos, ponen el acento en la difusión cultural. De estas hay bastantes —pequeñas, abnegadas, marginales, casi clandestinas— que contribuyen decisivamente a la bibliodiversidad, o sea, a que lleguen al lector, en condiciones dignas, libros que de otra manera no llegarían. Es el caso de la que edita el que hoy lee don Juan: Almud, Ediciones de Castilla-La Mancha.
Alfonso González-Calero es el alma de Almud y de otras meritorias y nobles iniciativas culturales —desde la remotísima y pionera revista Almud hasta Añil, por ejemplo— por las que no siempre ha recibido el reconocimiento que merece. Pero él persevera incansable, con unos cuantos secuaces igualmente animosos, en la tarea de hacer región a fuerza de libros, y tienen ya un catálogo amplio, variado y de notable calidad. Ojalá aguanten mucho.
Uno de los libros que se incluyen en el catálogo de Almud y que representa muy bien las virtudes de la editorial y del editor es Disidencia religiosa en Castilla la Nueva en el Siglo XVI, que don Juan ha leído estos días de atrás. Se trata de una colección de artículos de muy buen nivel —aunque alguno quizá lo hayamos leído en otra parte, y otro tenga más paja que grano y este traído muy por los pelos— sobre un fenómeno ya bien conocido por los especialistas, pero no tanto por el gran público. Y es una lástima, porque la España de hoy —los españoles de hoy— es fruto, en gran parte, de aquellas controversias y tribulaciones.
Como habrán visto, si han mirado el catálogo, cuesta 20 euros.

domingo, 22 de noviembre de 2015

"Urco" Domínguez

Urco se llamaba el perro de Marta Domínguez. En los siniestros apuntes de un médico capaz de mejorar el rendimiento de los atletas por métodos no convencionales, Urco es Marta Domínguez, juguete roto.
Pronosticaban un día siberiano, pero la mañana ha venido soleada, tibia, transparente. Don Juan me llamó antes de las nueve y hemos dado un paseo en el campo. Por el camino de Ciudad Real, cinco o seis kilómetros hasta la hoya de Nandín, y otros tantos de vuelta por el camino de los Carros. Muchos ciclistas, con buenas monturas y equipados de competición, nos adelantan o se cruzan con nosotros; también algunos atletas de zancada elástica, quizá entrenándose para pruebas exigentes.
Naturalmente, han salido en la conversación los atentados de París y de Bamako, pero la suspensión de partidos en Bélgica —con histérica exhibición militar— y las medidas de seguridad, mucho más proporcionadas, del llamado —a don Juan le gustaría saber por qué, por quién y desde cuándo— Clásico, nos llevan al deporte. Ya habrá tiempo —este asunto, desgraciadamente, no será moda pasajera— de volver al terrorismo y a la guerra —¿se le podría llamar cruzada?— contra la guerra santa.
Saben ustedes que a don Juan el deporte le interesa muy poco: desde la infancia remota, cuando jugaban rudimentarios y eternos partidos de fútbol en las eras, no lo ha practicado jamás, y ahora sigue, sin entusiasmo, las grandes competiciones tan solo para que nadie lo acuse de vivir en otro mundo.
—El deporte es la religión de nuestro tiempo, la que más fieles tiene: cientos de millones lo practican y miles de millones lo siguen. Como todas las religiones, para algunos es un negocio fabuloso.
—Don Juan, siempre se ha jugado. Ya sabe usted que Huizinga nos llamó homo ludens. Y nuestros parientes animales juegan también.
—Pero el deporte hoy casi nunca es juego; más bien es todo lo contrario del juego, aunque se diga, con evidente inexactitud, que los futbolistas juegan al fútbol. El juego es una actividad placentera que carece de cualquier fin que no sea el juego mismo; las reglas del juego, aun existiendo, son difusas, acordadas por los jugadores, y susceptibles de cambios según el tiempo, el lugar o el humor de quienes juegan. Y, desde luego, nadie se entrena para jugar: las destrezas o habilidades de cada jugador se perfeccionan jugando. En cambio, el deporte es una ocupación férreamente reglada, muchas veces trabajosa y ardua, y con fines utilitarios, ajenos al propio deporte. El deporte exige sacrificios que el juego no toleraría: entrenamientos monótonos y constantes, dietas y normas de vida monacales, equipamientos carísimos, instalaciones sofisticadas, organización burocrática… Si quiere apreciar las diferencias entre juego y deporte, mire a los niños jugar espontáneamente en el parque y luego obsérvelos, cualquier sábado por la mañana, en los partidos del deporte escolar. Y, sobre todo, mire a los padres.
—Los padres quieren lo mejor para los hijos: que no anden en malos pasos y que se hagan ricos.
—Que no anden en malos pasos… Me cuesta mucho trabajo creer que el deporte sea educativo. Lo cree sinceramente la mayoría de la población; lo creen las autoridades políticas, sanitarias, docentes; lo creen los medios de comunicación… Lo cree todo el mundo y, como lo cree todo el mundo, se destinan al deporte ingentes cantidades de dinero. Pero a mí me cuesta mucho trabajo creerlo. Me cuesta, incluso, creer que el deporte sea bueno. Al menos, la obsesión por el deporte.
—Siempre exagera, don Juan.
—En este caso, no. El juego y el ejercicio físico moderado son imprescindibles para la buena salud mental y física. El deporte, mucho menos. Entre el juego y el deporte hay la misma diferencia que entre la religión popular y las iglesias jerárquicas. Mire, si no, cómo aceptan los deportistas las reglas que se les imponen, sin crítica ninguna, con un entusiasmo bastante irracional.
—Como lo oyeran…
—Esto no saldrá de aquí. Y están los fanáticos. Los fanáticos religiosos se ponen cilicios; los fanáticos deportivos se dopan.
—Se dopan muy pocos. El dopaje cada vez está peor visto y más perseguido.
—Ojalá. Pero mire a Marta Domínguez: un trasto viejo. Quienes la jalearon —y fueron muchos en la prensa de la caverna— ahora no quieren saber nada de ella. Pobre mujer.
Don Juan tiene estas cosas: no hace nunca leña del árbol caído. Los árboles caídos le dan mucha lástima.

jueves, 19 de noviembre de 2015

Lecturas de don Juan: 'Historia natural de la felicidad'

Historia natural de la felicidad
Antología esencial 1981-2014
Juan Carlos Mestre
Fondo de Cultura Económica de España
Madrid, 2014


Parece que las cosas son ya de otra manera, pero durante demasiados años la poesía española ha tenido una sola cara y unos pocos dueños que todo lo abarcaban sin dejar sitio para lo que no fuera el retrato ramplón de lo trivial mediante un lenguaje oficinesco y algunas gotas de humor autoindulgente perfectamente previsibles. Se trata, claro, de la poesía de la experiencia, cuyo principal representante, ahora lo sabemos bien, es Joaquín Sabina.
Esta cofradía poética, de pretensiones monopolísticas, ha empujado a los arrabales de la marginación a un buen grupo de poetas que no estaban dispuestos a comulgar con ruedas de molino. Algunos de ellos se acercan peligrosamente a los sesenta años sin el reconocimiento que merecen.
Por ejemplo Juan Carlos Mestre, que nació en 1957 en Villafranca del Bierzo. Es poeta y artista plástico, ha ganado bastantes premios, ha vivido en América —la cercanía a ciertos poetas chilenos es bastante evidente— y, sin embargo, no es tan conocido como debería.
La antología que lee don Juan puede contribuir a acercarlo a un público más amplio. Quien lo lea ahora se encontrará con una voz original, surrealista, expresionista, crítica con lo que hay, reveladora de lo que es, llena de símbolos y agarrada a cierta estirpe de poetas muy firmes que, empezando en los presocráticos, llega a Gonzalo Rojas, a Pérez Estrada o a Gamoneda. ¿La felicidad? Por supuesto no está donde nos quieren hacer creer los anuncios de la televisión.
Mestre tiene una página web que merece visita.
El libro cuesta dieciocho euros.
He aquí dos muestras:
Parménides
La verdad es una diosa que enseña el camino a los errantes. Si debe ser necesaria la luz, antes ha de no ser la noche. El olvido es la presencia aparente de lo que no existe. La diosa habita el círculo de la benevolencia, es piadosa. Lo femenino es la rueda de un carro, lo masculino la otra. Yo soy dos semejanzas paralelas de amor, dos infinitos. No sé si las yeguas piensan o padecen, dudo entonces. ¿Es más justo el que nace o el que no pudo ser? Cuando me muera regresaré al todo de la nada. Estoy contento.

ESPANTAPÁJAROS
Como
un
espantapájaros
en medio de los sembrados de la muerte
deletrea
el amante loco
la presencia
de
alguien
que
no
vino


domingo, 15 de noviembre de 2015

Gala de La Tribuna

No me pregunten por qué: lo desconozco; pero don Juan acudió la otra tarde a la gala de La Tribuna; aparece en las fotos: traje oscuro —lo pedía la invitación—, copa en la mano y aspecto satisfecho. Se lo cuento a los amigos; cuando llega don Juan le tiran pullas cariñosas. Él no se molesta.
—Al venir a Ciudad Real escribí unas cuantas veces en La Tribuna, recién fundada. Nada del otro jueves: comentarios de libros, de alguna exposición, cosas que pasaban en Almagro. Pocos se acordarán.
—Pero lo han invitado.
—Y lo agradezco. De todas formas, tenían que llenar el Paraninfo: no se habrán puesto exquisitos. Estábamos todos, menos las autoridades eclesiásticas. Civiles y militares, muchas; las fuerzas vivas, al completo. Y los de relleno: me incluyo. De no ser por los adelantos técnicos, por los vestidos audaces de ciertas señoras y por la estola episcopal cañizaresca— del alcalde de Valdepeñas, se creería que celebrábamos el nacimiento del periódico, el nacimiento del Lanza.
—¿Tan rancio fue?
—Un poco. Y previsible. Allí se hallaban, en perfecto estado de revista, sin faltar ni uno, los tópicos que quieran sobre la Mancha, hasta los más cursis; chistes bobos y gastadísimos destinados a la capatatio benevolentiæ; lugares comunes —alguno bastante averiado por venir de quien venía— ensalzando la importancia de la prensa y de la libertad de expresión en las sociedades modernas; todas las formas posibles de autobombo, y etcétera y etcétera. Nadie parecía ruborizarse.
—¿Por qué no se volvió a casa?
—Porque se habría notado mucho, porque estaba en mitad de una fila, porque tenía ganas de probar el jamón y el vino que dieron al final… y porque me divierte observar estas cosas: me devuelven a la juventud. Nihil novum sub sole. Día de la marmota. No diga aburrimiento: diga gala. Pero dos cosas sí me gustaron: las actuaciones musicales y el discurso de Cristina García Rodero.
—El otro día tan generoso con Almágora y hoy tan ácido con La Tribuna: no hay quien lo entienda, don Juan.
—Es fácil entenderme: los de Almágora fueron originales y altruistas; los de La Tribuna absolutamente rutinarios e interesados.
—¿Interesados?
—Claro. Asistimos a una operación publicitaria, a un anuncio interminable.
—La prensa está en crisis: ha de esforzarse en vender.
—Es cierto: la prensa está en crisis. Esta semana lo hemos notado mucho: el reportaje del New York Times, Miguel Ángel Aguilar, el comunicado algo teatral de los editores. La gente no compra los periódicos.
—¿Por qué?
—Porque no los necesita, porque son caros, porque son malos, porque hay alternativas mejores o más baratas para informarse… No lo sé. Pero decían en mi pueblo que todos los cojos le echan la culpa al empedrado.
—Qué brutos los de su pueblo.
—Y muy precisos. Quiero decir que los que viven de vender periódicos deberían hacer autocrítica. La prensa en general es mala. Miren cómo titula La Tribuna la noticia de la gala del jueves: “Puesta de largo por los 25 años”. ¿Sabrán qué es —qué era— la puesta de largo? ¿Sabrán que el titular es ridículo porque nadie se pone —se ponía— de largo a los veinticinco años?
—Eso es una anécdota sin importancia: el redactor será joven.
—No es una anécdota; es un síntoma, un botón de muestra. Los que están dispuestos a pagar prensa escrita quieren buena prensa; si no, no la compran: se van a leer prensa mala, pero gratuita, en internet. El círculo vicioso —cada vez menos lectores, cada vez menos ingresos, cada vez menos calidad, cada vez menos lectores…— se cierra inexorablemente. Quien padece —aparte del bolsillo de los editores y las condiciones laborales de los periodistas— es la libertad de expresión. Nadie —las mujeres lo saben perfectamente— es libre si carece de independencia económica; como los periódicos no la tienen, porque no hay lectores, se echan en manos de las corporaciones —que pagan alabanzas o silencios con publicidad— o de los gobiernos —bien para adularlos, bien para chantajearlos—. Es decir, el diagnóstico del New York Times resulta plenamente acertado. En esta provincia lo sabemos muy bien.
Podríamos —y deberíamos— seguir hablando de la libertad de prensa, podríamos estudiar un ejemplo formidable de uso espurio de la libertad de prensa en el trato que dieron los medios de la provincia al aeropuerto de Ciudad Real; podríamos despreciar los periódicos que se fundan no para ganar dinero sino para ganar influencia… Otro día lo haremos. Ahora vamos a callarnos por respeto a las víctimas de los atentados de París.

jueves, 12 de noviembre de 2015

Lecturas de don Juan: Iñaki Uriarte

Diarios
(Segundo volumen: 2004-2007)
Iñaki Uriarte
Pepitas de Calabaza
Logroño, 2011


Don Juan tiene esa costumbre: si un acontecimiento o situación actuales le recuerdan a otros del pasado, busca a ver qué hicieron y qué dijeron los que estaban allí. La declaración de independencia del parlamento catalán le ha recordado al Plan Ibarretxe. ¿Se sitúan? Parece que fue hace un siglo. Gracias a Dios, no se ha cumplido ninguna de las sombrías premoniciones que muchos auguraban solemnemente. Todos los exaltados —y fueron plaga: en el ABC, en La Razón, en El Mundo, en La Gaceta, en la COPE...— se equivocaron. Tal vez porque no les hicimos caso estamos ahora bastante mejor que entonces. Pero don Juan no quiere ponerse hoy trascendente: dejémoslo para otro día.
El caso es que, buscando reacciones al Plan Ibarretxe, don Juan dio con el segundo volumen de los Diarios de Uriarte. Ya no buscó más: empezó a leer, el libro lo atrapó y se le fue la tarde en terminarlo; al día siguiente tomó el primer volumen y también lo volvió a leer entero. Y ya ha encargado el tercer volumen que, por unas cosas o por otras, no había comprado aún. Ya ven ustedes que la independencia catalana ha sido una bendición para don Juan.
Los Diarios de Uriarte se llaman así porque, seguramente, alguna vez lo fueron; es decir, en alguna época de la vida, Uriarte así parece que se comportan convencionalmente los diaristas— se sentaba todos los días —o casi— delante del ordenador o del cuaderno, ponía la fecha y escribía, un poco al tuntún, sobre lo que había hecho, lo que había visto, lo que había leído... Pero el resultado no es ese. En el proceso de conversión del diario íntimo en libro publicado, Uriarte ha cumplido una concienzuda tarea de selección y poda, de criba inmisericorde con harnero finísimo, que deja para el lector solo unos pocos fragmentos, despojados incluso del anclaje cronológico, pues ha desaparecido hasta lo único que hace que los diarios sean diarios: la fecha. Es decir, si hubo un collar ya solo quedan unas pocas cuentas, sin hilo que las junte.
Pero las cuentas son preciosas en su simplicidad, en la ausencia de énfasis, en la naturalidad de la prosa —tan transparente que no se ve, tan fresca que alivia— y muestran una cultura amplísima, horas de lectura, dominio —muy bien disimulado— del oficio de escribir, agudeza, ironía, comprensión y horror a cualquier dogmatismo. O sea, todo lo contrario de la oratoria y de la predicación.
Naturalmente, por razones que cualquiera puede imaginar, don Juan se ha acordado de los pecios de Ferlosio. Ferlosio no es ya el mejor escritor en lengua castellana: es Uriarte.
El primer tomo de los diarios abarca de 1999 a 2003; el segundo de 2004 a 2007; y el tercero —¡ojo: parece que no habrá más!—, de 2008 a 2010. El último cuesta catorce euros; los otros dos, quince cada uno.

domingo, 8 de noviembre de 2015

Almágora

No pude acudir el viernes a la presentación de Almágora porque tenía un compromiso social ineludible —la cena de jubilación de un amigo—. Don Juan sí estuvo: hoy viene contento. El aprecio de don Juan por la especie humana experimenta altibajos: unas veces —ahora, por ejemplo— se encumbra a las alturas de la admiración, otras se arrastra por los suelos cenagosos del desdén.
—Don Juan, ni lo uno ni lo otro: ya sabe aquello de “la virtud, en el punto medio”.
—Ojalá fuera fácil la sensatez de Aristóteles. Por lo común, la humanidad es borreguil, mezquina, ignorante, pérfida, olvidadiza…
—Parece usted el fariseo de la parábola.
—Con una diferencia: yo no me creo mejor que los demás. Ocasionalmente, sin embargo, la humanidad es libre, generosa, inteligente, buena, agradecida…
—¿Por qué esos vaivenes?
—No lo sé, amigos. Los seres humanos, de uno en uno, son cada cual de su manera, y lo son desde muy chicos: desde que terminan el bachillerato; luego cambiarán poco, de modo que casi todas las vidas individuales se nos muestran coherentes y previsibles: conversiones como la de San Pablo no abundan. Por contra, las sociedades me parecen plásticas y moldeables: si alguien las seduce y las entusiasma las puede llevar adonde quiera y, si no hay nadie que las despierte, se estancan en la ramplonería rutinaria y va cada uno a su avío.
—Entonces, lo de Almágora…
No me deja terminar. Le sale el entusiasmo a borbotones:
—Lo de Almágora es un pequeño milagro desde el mismo nombre. Querer reavivar el alma de Almagro y convertirlo en ágora donde todos tengan cabida y voz, y todo se pueda argumentar es un propósito estupendo. ¿No se han dado cuenta ustedes de que muchas veces Almagro parece estar mudo? ¿De que las cosas que ocurren, buenas o malas, no alcanzan repercusión ni para bien ni para mal? En algún momento he llegado a pensar que esta mudez estruendosa se debe a la sordera: los almagreños no hablan —civilizadamente, quiero decir; otra cosa es el balbuceo inarticulado, el griterío primitivo de la maledicencia y la murmuración, los lloriqueos pueriles— porque ni oyen ni atienden. Y si les llega en sueños, como un rumor distante, / clamor de mercaderes de muelles de Levante, / no acudirán siquiera a preguntar qué pasa.
—Exagera usted, don Juan.
—Exagero aposta. Quiero resaltar que estos muchachos —para don Juan todo el que tenga menos de sesenta años es un muchacho: yo mismo casi— de Almágora, con solo el entusiasmo, han conseguido crear una máquina que sacuda y despierte a los almagreños, que los seduzca, que les haga ver que lo que tienen es muy importante —porque es casi único— y que bien conocido y gestionado puede convertirse en mina inagotable. Y lo han hecho altruistamente. ¿Está justificado el entusiasmo?
—Habrá que ver cómo se desenvuelven.
—Habrá que verlo, sí. Pero, por lo pronto, llenaron la iglesia de Nuestra Señora del Rosario; la gente estuvo atenta y maravillada; el montaje fue espectacular; los objetivos quedaron clarísimos; la lección de historia que nos dio Hidalgo, inmejorable; hubo patrocinadores para el convite final y para cuidar de los niños mientras el acto; las autoridades prometieron apoyo; los comentarios que oí al salir, además de admiración, expresaban confianza…
—¿Nada le disgustó? Usted suele ser crítico.
—No. No me disgustó nada. Yo también salí entusiasmado. Los viejos, que acostumbramos a ser bastante escépticos, necesitamos cosas así: nos revitalizan. A mí lo de Almágora me reconcilió con la humanidad almagreña, no ya por los organizadores, sino por el público: Almagro estaba muerto y ha resucitado; estaba perdido y lo hemos encontrado.
—A ver si la sobredosis de entusiasmo le ha producido alucinaciones…
—Pudiera ser; no lo descarto. Tampoco lo lamento: si este arbolillo que plantaron anteanoche recibe los cuidados que merece, dentro de unos años podremos descansar bajo su sombra frondosa. Yo espero verlo. Espero ver restaurado el magnífico edificio de la iglesia que nos cobijó el otro día y espero ver cómo los almagreños, todos a una, conocen, protegen y mejoran el patrimonio. Y también que lo explotan bien y le sacan rendimiento.
—¿Qué cuidados hacen falta?
—Que muchos se sumen a este empeño, cada uno con lo que tenga: imaginación, conocimientos… o dinero. El que tenga dinero que ponga dinero —los empresarios, a cambio de publicidad; los hosteleros, a cambio de clientes—. Y que nadie atraviese obstáculos. Estos muchachos —vuelve a decir muchachos y la palabra rezuma esperanza— no se pueden desanimar.
El entusiasmo es contagioso pero volátil. Para espantar los pajarracos de la volatilidad pienso en la parábola del grano de mostaza. Decido también que mañana mismo me haré socio: solo son veinte euros al año.


jueves, 5 de noviembre de 2015

Lecturas de don Juan: 'La puerta de la infamia'

La puerta de la infamia
Crónicas del caso Marey
Antonio Muñoz Molina
Fundación Huerta de San Antonio
Úbeda, 2015


Este que hoy lee don Juan es un libro extraordinario desde muchos puntos de vista.
Primero, por el contenido: Muñoz Molina fue publicando las crónicas del juicio por el Caso Marey en El País diariamente. Y el resultado es espléndido —desde el mismo título, que se debe a Barrionuevo, por cierto: la visión de aquel sórdido episodio de nuestra democracia que fueron los GAL está aquí recogida con toda la exactitud que exige la crónica periodística y, además, con la potencia de conmoción que tiene la buena literatura.
Luego, por el asunto. Quizá a los jóvenes —¿incluso a algunos viejos?— eso de los GAL les suene lejanísimo. Sin embargo, sería bueno tenerlo siempre en la memoria, no ya en su turbia faceta delictiva, sino principalmente para recordar que la democracia no es troceable, que no tiene excepciones, y que, como dijo el clásico, la ruina de muchos comenzó por un pequeño asesinato al que no dieron importancia en su momento. Es decir, las reglas de la democracia se deben respetar siempre, y los buenos —o sea, los demócratas— no tienen nunca derecho a comportarse como los malos. Ni siquiera en el caso de que tal comportamiento fuera eficaz —ya sabemos que no lo es—: el fin no justifica los medios.
Y, sobre todo, por el propósito que persigue esta edición: el libro, materialmente, es precario, casero; pero los beneficios de la venta tienen un objetivo altísimo: allegar fondos para la Fundación Huerta de San Antonio, que tiene entre manos la restauración y recuperación de la iglesia de San Lorenzo de Úbeda. Toda la gente que interviene en la operación lo hace de manera altruista. A don Juan estas iniciativas le parecen dignas de elogio y le dan algo de envidia: en Almagro hay muchos monumentos que, literalmente, se hunden: ¿no cabría hacer una cosa así? Mañana, a las ocho y media de la tarde, se presenta Almágora en la iglesia de Santo Domingo, formidable y envilecida: ¿no bulle ahí el embrión de algo parecido? Ojalá.
El libro cuesta 16,60 €. Se puede comprar en

domingo, 1 de noviembre de 2015

Memoria del Terremoto de Lisboa

Se acordarán ustedes, generosos lectores: en el cumpleaños de don Juan hablamos de religión, del problema del mal en el mundo, de las fuerzas sobrenaturales que nos zarandean… Durante el barullo deshilachado de la despedida le dije a don Juan algo de la Misa del Voto: se desentendió de los adioses; me pidió detalles.
—Todos los años, el día 1 de noviembre, se celebra en Almagro una misa de acción de gracias a la Virgen de las Nieves porque las consecuencias del terremoto de 1755, aunque grandes, no fueran mayores, y para pedirle que nos evite otro trance igual. Acuden las autoridades y el pueblo llano; es una ceremonia solemne, de mucha devoción.
Luego le mandé la referencia del artículo que Arcadio Calvo, infatigable y benemérito buceador de archivos, publicó en El Cronista con motivo de los doscientos cincuenta años del seísmo. En él don Arcadio reproduce el acta del cabildo almagreño donde se cuenta lo que pasó y las medidas que se tomaron.
Pues bien, parece que a don Juan —cómo no— le picó la curiosidad, ha hecho algunas averiguaciones, y hoy vuelve al asunto como si todavía estuviéramos en la sobremesa de Navaltizón:
—Resulta difícil desprenderse de las creencias tradicionales porque el ser humano no es solo cerebro que piensa; también es pobre animal desvalido que necesita el calor de la comunidad. Si uno rechaza las convenciones y los ritos del grupo, se arriesga a convertirse en paria arrojado a las tinieblas exteriores.
—Y eso ¿qué tiene que ver con el terremoto?
—A mediados del siglo XVIII, las mejores cabezas de Europa habían descartado ya, por inconsistentes, los laberintos teológicos; pero, indecisos ante el abismo del desamparo y la incomprensión, se demoraban en el sucedáneo de la teodicea. El terremoto de Lisboa los empujó definitivamente al ateísmo: ¿cómo va a existir un Dios tan cruel que mate a los hijos más fieles y arruine hasta los templos donde se le rinde culto? E inmediatamente, una consecuencia positiva: si la causa del terremoto no es sobrenatural, habrá que esforzarse por encontrarle explicación natural. Es decir, la ciencia sustituyó a la creencia en la tarea de ir alumbrando lo que está oscuro.
—Parece que en Almagro no fue así.
—No. Almagro no era entonces la vanguardia europea del pensamiento: qué le vamos a hacer. Pero las autoridades, por lo menos algunas, le dieron a la gente la preceptiva dosis de narcótico religioso sabiendo muy bien lo que hacían. Además del documento que publicó el señor Calvo, hay un informe del conde de Benagiar, intendente de la Mancha —Almagro, como sabe todo el mundo, era entonces la capital de la intendencia o provincia— dirigido al conde de Valdeparaíso y del que luego mandó copia al obispo de Cartagena, gobernador del Consejo de Castilla, que, coincidiendo con el cabildo en la narración de los hechos, introduce algunos matices curiosos.
—Cuéntenos.
—La primera diferencia está en la prosa. La del escribano del cabildo es plana y burocrática; la del conde de Benagiar tiene muchos perifollos e ínfulas literarias. Pero, además, refiere anécdotas significativas: curas que se dejaron la misa a medias, un fraile que se arrojó por la ventana de la celda…
—¡Ahí se iban a estar!
—También cuenta las razones por las que trajo a la Virgen desde el santuario a la parroquia. Estas —saca un folio del bolsillo y lee:
Acordé también inmediatamente con la villa (atendiendo a la gran devoción del pueblo) para su consuelo desde su ermita traer a la Milagrosísima Imagen de Nuestra Señora de las Nieves, el día siguiente por la mañana, no solo a fin de que Su Majestad nos preservare del trabajo, sí también con la reflexión que reserva de tener el pueblo divertido en la campiña hasta que pasare la crisis de las 24 horas, deteniendo la solemnidad de la procesión todo lo posible para que no se entendiese el motivo flemático, que seguí a fin de no contristar más los ánimos que, algo quietos, sosiegan ya a la presencia de tan gran Patrona, a la que sigue el novenario en el templo de Madre de Dios; alternando las religiones con repetidas gracias, y continuadas misiones.
—Eso no significa que el intendente fuera un cínico.
—Claro que no. Pero parece que era hombre sensato y con buen sentido de la realidad.
—¿Y de dónde ha sacado usted el documento?
—De un libro estupendo disponible en internet. Pero los lectores de la comarca pueden consultarlo también en El Cronista, en un artículo exelente referido a Bolaños de don Julián Aranda, al que le debemos muy buenas investigaciones, y muy precisas, sobre Almagro y alrededores.
Cuando me vuelvo a casa, aún sopla un violento aire del nordeste como en aquel día fatídico de 1755.