domingo, 29 de marzo de 2015

La resurrección de la carne

A don Juan, aunque lleve años durmiendo solo —o eso sospecho, porque de estas cosas no hablamos—, le gustan las mujeres. Las observa con actitud de connaisseur, no de viejo verde. Por eso no presta mucha atención a las jóvenes, todas iguales, en agraz, insípidas como esos vinos blancos de poca graduación que satisfacen el gusto de cualquier indocumentado. Se fija en las que superan los cuarenta, trabajadas por la vida, cada una con el cuerpo y el sabor que se merece. Cuando mira a alguna, yo lo he visto, en sus ojos se posa una nubecilla de melancolía.
Hemos acudido a la plaza a ver la procesión de las palmas y a tomarnos luego un vermú si encontramos sitio. La plaza está abarrotada; el día es luminoso, tibio, resplandeciente después de las últimas lluvias. Es Domingo de Ramos, pero bien podría ser Domingo de Resurrección; de la resurrección de la carne, quiero decir. Los jóvenes, cuya cultura religiosa es —gracias a las clases de religión y a las catequesis parroquiales— más bien escasa, no sabrán a lo que me estoy refiriendo. Pero los viejos, sí; de modo que nos ahorraremos las explicaciones.
En estos tiempos la gente se compra ropa con cualquier pretexto, en cualquier ocasión, incluso como pasatiempo —se va de compras como se iba al cine, por ejemplo—, pero antes tal abundancia era inconcebible. Indumentariamente había dos temporadas: la de “primavera-verano” —por usar la jerga del Corte Inglés—, que empezaba el Domingo de Ramos; y la de “otoño-invierno”, a partir del día de Todos los Santos. Y, al menos en las “clases populares” —valga el eufemismo—, nadie compraba la ropa: la hacían las mujeres de la familia, que sabían cortar, coser, remendar, zurcir... además de muchas otras cosas. Por eso, en este domingo aún se dice, anacrónicamente ya, que el que no estrena no tiene manos, o sea, manos que le cosan un hato.
Viendo a la gente que inunda la plaza, la que atesta los bares, la que obstaculiza el paso de los armaos en las terrazas, se diría que los hombres sí estrenan ropa el Domingo de Ramos —los jóvenes, sobre todo: arregladísimos como para ir de boda, con fantasiosas corbatas de nudos gordos y camisas de cuello italiano—, pero las mujeres, no: las mujeres se la quitan. Y hay una alegría sinfónica, explosiva, una apoteosis de cuerpos al aire que, al menos a los viejos —los que se criaron en la España de la posguerra, con mujeres tapadas como afganas—, les produce todos los años la misma sorpresa, el mismo asombro incrédulo, y la misma admiración.
Don Juan se acuerda de Perséfone:
—Todo el invierno Perséfone ha morado oculta, a oscuras, debajo de la tierra. Hoy ha resucitado. A los antiguos el ciclo de la naturaleza les maravillaba: ¿por qué, incomprensiblemente, el mundo se agota en invierno —las plantas se mueren, el sol casi se apaga— y recupera su espléndido vigor en primavera?
—Hombre, don Juan: el movimiento de traslación; lo saben los niños...
—Los niños no lo saben: lo repiten como loros. Y los adultos, menos. Además, eso no es saber; eso es explicación. Los antiguos sí sabían: como se saben las cosas que de verdad importan, las que condicionan la vida. Sabían que numerosos dioses mueren y resucitan en primavera, que el vigor de la juventud es hijo de la muerte, que a Perséfone se la llevó Hades y nos la presta unos cuantos meses cada año... hasta los cristianos —tan reacios a estos asuntos— tienen que reconocer que habrá resurrección de la carne, aunque la aplacen ad calendas græcas.
—¡Qué la van a aplazar! ¡Si ya se ha producido! Mírela aquí.
Don Juan mira alrededor la profusión inacabable, repetida como en un juego de espejos, de carnes blancas, recién inauguradas, a estrenar después de haber permanecido largos meses ocultas bajo estratos de ropa. Me devuelve una sonrisa amiga que tiene algo de complacida gratitud a la primavera.
Enseguida, sin embargo, don Juan pone las cosas en su sitio:
—En pocas semanas, estas carnes flamantes habrán apagado su frescura; expuestas al sol irán perdiendo lozanía y algunas, cuando llegue la Virgen de Agosto, tendrán la textura y el color terroso del cuero de un zurrón. Sic transit gloria mundi.
—Pero llegará el invierno, se esconderán, y el año que viene por estas fechas, resucitarán frescas como rosas. Entre tanto, bendigamos este don de la naturaleza.
Don Juan asiente.
—Y abominemos de los rayos uva.
Mientras buscamos denodada e inútilmente un bar que nos sirva un vermú, voy acordándome de la escultura de Bernini. Mejor dicho, me acuerdo de la mano trémula que atrapa al muslo blanco y volador.