miércoles, 31 de diciembre de 2014

Feliz año nuevo

Me manda don Juan un correo electrónico que es como aquellas cartas que antiguamente se escribían en papel. Dice así:

Querido amigo:
Este año, después de esquivar numerosas presiones familiares y amistosas, creo que pasaré la Nochevieja solo, en el campo, sin nadie en varios kilómetros a la redonda. La soledad, si es voluntaria y reversible, constituye uno de los mayores placeres a disposición de los seres humanos; y, además, es barata. En tanto que la compañía ineludible, reglamentada, ruidosa y obligatoriamente alegre de estas "fiestas tan entrañables" se convierte, si no en una tortura, al menos en una molestia francamente desagradable y cara.
Así pues, si Dios quiere, disfrutaré de la soledad y de la lectura, me acostaré pronto, ahorraré uvas y cava, y tendré para usted y toda de la humanidad gritona y achispada un recuerdo irónicamente compasivo. Para el resto de la humanidad, la que padece soledad forzosa, se halla enferma o no puede celebrar nada también tendré un recuerdo compasivo, pero no irónico: doloroso e indignado.
Y a todos, especialmente a usted y a nuestros hipotéticos lectores, les desearé un muy feliz y próspero 2015.
Reciba un fuerte abrazo de su amigo
Juan Rojo

Yo no disfrutaré de la soledad, sino de la compañía familiar (nada molesta, por cierto), comeré más de lo prudente, me achisparé un poco, hablaré alto, reiré ruidosamente, me acostaré tarde y amaneceré mañana un tanto desacompasado del mundo y de mí mismo. Pero también, ahora que todavía puedo, les deseo un muy buen año 2015.

domingo, 28 de diciembre de 2014

Noche en blanco

Don Juan estuvo deambulando por Almagro la noche del viernes, esa que llaman Noche en Blanco o Noche Blanca, que los denominadores no acaban de ponerse de acuerdo. Yo no pude: tenía obligaciones familiares.
Hoy me cuenta sus andanzas. Asistió al concierto en el patio de los Palacios Maestrales, una joya; visitó el mercadillo del Hospital de San Juan; en el callejón del Toril hizo algunas observaciones muy agudas sobre ciertos especímenes humanos; bebió chatos de vino en bares atestados; y entró, casi por casualidad porque nadie lo había invitado, en la presentación del último número de la revista Arte y pensamiento de Almagro —que ahora se llama Arte y pensamiento de Campo de Calatrava, como si el nombre lo hubiera puesto algún balcánico de esos que profesan aversión a los artículos—. Me dice que había más autores que público y que todos estaban sentados como en misa, en sillas variopintas que le recordaron las que se ponían en los velatorios. Los oficiantes fueron cuatro, de desigual elocuencia: una joven de prosodia característicamente almagreña, que cedía la palabra a los demás; el editor de la revista, muy puesto en su papel; uno de los articulistas, que leyó un discurso probablemente bien escrito, pero muy mal dicho; y el alcalde. La retórica del alcalde le llama siempre la atención a don Juan; reúne, según él, dos rasgos en apariencia contradictorios: es inane y, paradójicamente, eficaz; inane, porque se aparta poco de los lugares comunes y los argumentarios de su partido; y eficaz, porque suele estar bien dicha, con buena voz, en un tono de familiaridad que gusta a los oyentes, y salpimentada con pizcas de cultura de wikipedia que nunca vienen mal en determinados auditorios. Después de la misa probó la mistela y los dulces por no desairar a los anfitriones, habló con los autores que conocía, alabó sus artículos —aún no leídos, pero estas cosas a don Juan se le dan de perlas—, compró la revista, y se retiró discretamente dejándolos engreírse con sus elogios mutuos.
Hoy, la revista ya estudiada, me dice que los artículos, aunque desiguales, tienen buen nivel, y que unos pocos no desmerecerían en publicaciones de mayores ínfulas. Me promete que los comentaremos. Mientras paga el café y la copa que nos hemos tomado, subraya la labor de Martínez Carrión en este Almagro que muchas veces parece un páramo provinciano: No hay nada igual por ahora, asegura. Y, como el otro día, sostiene que mientras haya gente así todo puede tener remedio.
Para don Juan, cultura quiere decir, casi exclusivamente, cultura escrita, por eso incurre a veces en exageraciones y olvidos flagrantes.

martes, 23 de diciembre de 2014

Belén

Dice La tribuna de Méndez Pozo que la Navidad es una fiesta "tradicional y entrañable". Por haber contratado a un periodista capaz de adjetivar así, tanto o más que por sus enjuagues urbanísticos en Burgos y otras partes, a Méndez Pozo habría que imponerle una cuantiosa multa. Pero vayamos a lo nuestro.
Don Juan pasa este año las navidades con su hija. Estará aquí cuatro o cinco días, de modo que tendremos tiempo de pasear, de darle a la lengua sin cortapisas y de tomarnos algunas copas en los bares del pueblo.
Esta tarde, obedeciendo a la costumbre, hemos ido al belén de la iglesia de San Blas. Nada más entrar en la calle Compañía, don Juan se fija en los bolardos recién puestos —aunque a mí me da que son los mismos que hubo, efímeros, en el callejón de las Ánimas—.
—Los bolardos, además de afear la calle e incordiar a los viandantes, son, querido amigo, una confesión de incapacidad: como nuestro ayuntamiento no puede evitar que los automovilistas —más bien las automovilistas que traen los niños a catequesis— incumplan la prohibición de aparcar, y como no quiere ganarse su enemistad sancionándolos —porque dentro de cinco meses habrá elecciones—, opta por lo más sencillo, que es lo más caro para los contribuyentes: impedir materialmente el aparcamiento. Los bolardos, pues, retratan muy bien a esta sociedad: quien tiene la autoridad no se atreve a ejercerla por miedo a que se le subleven, como niños malcriados, quienes deberían obedecerla. Y así nos va.
—¿Cómo nos va, don Juan?
Pero don Juan ya está en otras cosas. Hemos llegado al pradillo de San Blas. Es noche cerrada; las farolas tienen una orla de neblina; la estrella subraya, como en una función escolar, que es Navidad; las pizarras del suelo, mojadas y resbaladizas, evocan los ojos de Platero —eso lo dice don Juan, claro, que me recuerda hoy el centésimo trigésimo tercer aniversario del nacimiento de JRJ, y ya me recordó el otro día el centenario del libro, un tanto cursi creo yo, pero que a él, que tiene endiosado al autor, le parece obra maestra—.
Y, de pronto, don Juan lo ve. Yo lo estaba temiendo desde que salimos del Corregidor, pero ¿qué podía hacer para evitarlo?: he intentado darle conversación y no me ha hecho caso. Sí; lo que ve don Juan es lo que llevan viendo todos ustedes desde hace meses: la imagen minúscula —pero a don Juan de estas cosas no se le escapa ni una—, de piedra artificial o cualquier otro material vil, que han puesto en la hornacina de la portada de la iglesia. A mí tampoco me gusta, pero a don Juan le indigna: le parece una irreverencia, casi un sacrilegio. Y empieza una larga perorata sobre el horror vacui y el mal gusto popular de nuestro tiempo, que es consecuencia —dice— de un sistema educativo deleznable; y, hollando angostas veredas, abomina de lo kitsch y de las tiendas de los chinos —¿qué culpa tendrán, Dios mío?—; me recuerda lo que pasó con las hornacinas del teatro y la de San Bartolomé; y los sillones de peluquería que había en el Corregidor; y la "limpieza" de las columnas de la plaza; y no sé cuantas cosas más hasta terminar, otra vez, con un "Así nos va" desesperanzado. Incluso, mientras subimos las escaleras de la iglesia, también mienta a los Fúcares y los tilda de mezquinos. Yo no digo nada para no empeorarla.
En la puerta nos recibe, amabilísimo, uno de los belenistas. A don Juan se le disipa el mal humor. Observa el belén atentamente; aprueba muchas cosas —¡elQuijote!—; sonríe comprensivo ante los anacronismos; de vez en cuando desvía la vista al cielo: la bóveda de san Blas siempre le ha intrigado por su división tripartita tan desequilibrada, pero tan bien resuelta técnicamente; y, al cabo de un buen rato, salimos de la iglesia felicitando a los autores del montaje.
—Mientras haya gente que ponga su tiempo y su talento, sean los que sean, desinteresadamente a disposición de los demás, habrá esperanza —murmura don Juan— y esto tendrá remedio.
Y camina optimista por la calle de San Agustín. Yo también.


domingo, 21 de diciembre de 2014

Hombres ilustres de Almagro

—Ve uno Hombres ilustres de Almagro e inmediatamente se acuerda de los Claros varones de Castilla. Pero, en cuanto lo tiene en la mano y le quita la funda de celofán, nota las diferencias. Y no en peso y volumen: la prosa de Pulgar es ligera y estimulante como el martini que nos tomamos algunos domingos en la plaza; la de Asensio, densa y pastosa, se parece a los galianos que hacen en el pueblo de mi mujer e, igual que ellos, provoca digestiones pesadas y somnolencia.
(Por lo que yo sé, don Juan lleva viudo quince o veinte años, pero usa el verbo hacer en presente; tomo nota). Don Juan continúa:
Habitualmente Asensio es un historiador concienzudo que, si se lee en pequeñas dosis y con una pastilla de Almax, siempre enseña algo. Aquí poco aprendemos.
Lo está usted poniendo bueno, don Juan...
Me da la sensación de que, más que un libro, es una operación comercial: meter a gentes que todavía tienen parientes vivos, cuantos más mejor, y procurar que compren ejemplares a troche y moche para leer o regalar.
¿Le parece a usted mal que uno gane dinero con lo que escribe? Decía Cervantes...
Sé lo que decía Cervantes. Y me parece bien que se gane dinero con lo que se escribe, incluso acepto que se escriba para ganar dinero. Pero no me gusta que me den gato por liebre: muchos de estos personajes ni lo son ni son ilustres; la investigación que se hace sobre ellos es de acarreo, mera faena de aliño; y el libro tipográficamente es infame y está plagado de erratas.
—Cosas de la autoedición.
—Y de hacerlas sin cuidado.
—O sea, que lamenta usted haber tirado diecisiete euros. Si tuviera un lector electrónico, como yo, se habría ahorrado diez. Claro que mi ejemplar no lo ha escrito Asensio, sino Asencio.
—Tendrá un seudónimo. O será otro descuido imperdonable.
—No sea usted quisquilloso, don Juan, que todos cometemos errores.
Estamos en el Corregidor ya un buen rato; hemos tomado café y copas; se ha hecho de noche; un grupo de jóvenes parejas ruidosas con niños pequeños que pululan por todas partes ocupa la mesa de al lado.
—¿Damos un paseo, don Juan?
—Sí; demos un paseo.
Cuando salimos hay trasiego en San Bartolomé. Un vientecillo fresco que viene de la calle Compañía nos tonifica. Don Juan se frota las manos: está ya de buen humor. Si viéramos a Asensio, lo felicitaría cordialmente, sin hipocresía: no es fácil escribir un libro y en este también hay cosas buenas. Para evitar a los feligreses enfilamos Jerónimo Ceballos; por calles desiertas vamos hablando de banalidades; cruzamos la plaza de Santo Domingo, la mejor de Almagro, y al comienzo de Federico Relimpio nos despedimos.
Don Juan es tolerante con las flaquezas humanas, pero los libros le parecen una cosa muy seria: que se hagan como si fueran rosquillos lo encoleriza. Hay gente para todo.

domingo, 14 de diciembre de 2014

Poesía

A don Juan no le acaba de gustar esto del blog: yo se lo noto. Si el otro día le puso pegas al título por obvio y previsible, ahora aprieta ligeramente los labios —esa manera suya de mostrar desaprobación— cuando ve la foto y los colorines que lo adornan. No lo dice, pero también le parecen previsibles y obvios. Llevará razón. Don Juan se apellida Rojo Almagro, de modo que llenar el blog con fotos —y, encima, malas— de barbecheras rojo almagro es una cosa que se le hubiera ocurrido al mismo Pero Grullo. Y a mí, que soy convencional y carezco de imaginación.
Tampoco le gusta la frasecita en latín. Es verdad que la ha sacado muchas veces en las conversaciones y que, como filólogo, ha bregado a menudo con la epístola a la que da título. Pero no quiere que parezcamos pedantes ni que nos pasemos de listos. Él, ya lo iremos viendo, tiene muy poca confianza en las multitudes y huye despavorido de rebaños, tertulias, sectas, cofradías, partidos o naciones. Sin embargo, por muchos seres humanos tomados de uno en uno siente aprecio y admiración. Y bastantes de las personas que aprecia —yo, sin ir más lejos— tenemos poco de doctos. Me quedo con la copla; procuraré arreglarlo.
Don Juan no vino en el puente de la Constitución —ideal para quedarse en casa—; aunque yo quería que habláramos de ella, no me da la oportunidad. Saca un libro del bolsillo de la chaqueta, y lo deja distraídamente en la mesa. Lo hace otras veces, pero casi siempre el libro cae bocabajo y yo, miope, me esfuerzo vanamente en averiguar título y autor. Si lo consigo, lo apunto y luego me informo sucintamente para poder citarlo cuando venga al caso: no en vano entre mis lecturas favoritas ocupa lugar destacado el estupendo Cómo hablar de libros que no se han leído de Pierre Bayard —por si les interesa, es de Anagrama; cuesta siete euros y medio—. Hoy autor y título quedan bien visibles, incluso para mis ojos: la Antología poética del conde de Salinas que publicó Visor en 1985 editada por Trevor J. Dadson. Yo bien sé la devoción que don Juan siente por Dadson: coincidirían de profesores en la Facultad de Letras; son amigos; don Juan sostiene que nadie ha publicado nunca ninguna obra sobre el Campo de Calatrava que aventaje a Los moriscos de Villarrubia de los Ojos.
—¿No exagera usted, don Juan? Sin salirnos de los moriscos, ahí están Lapeyre o Domínguez Ortiz; y lo que el libro de Dadson tiene de original podría haber ocupado muchas menos páginas.
Don Juan me mira por encima de las gafas; aborta una sonrisa levemente irónica; no me contesta. Prosigue con sus cosas:
—¿Sabe usted qué día es hoy?
—Claro. 14 de diciembre de 2014 —respondo—. Mi reloj tiene calendario perpetuo.
—Muy inteligente su reloj. Le habrá costado un dinero. Pero ¿no le informa de otra cosa?
—De que es domingo —retruco un poco amilanado, sin sospechar por dónde tirará.
—Pues hoy se cumplen cuatrocientos veintitrés años de la muerte en Úbeda de San Juan de la Cruz.
—Ah.
Don Juan cree, seguramente con razón, que es buen motivo para dedicar un rato a la poesía. Con cierta prosopopeya abre el libro por la página cuarenta y seis, y lee el Soneto X. Este:

Estas lágrimas vivas que corriendo
van publicando lo que el alma calla
son una diligencia sin pensalla
que está el dolor en mi favor haciendo.

Quien llora está atreviéndose y temiendo,
vencido de su pena por no dalla;
toma el llanto a su cargo el declaralla;
nadie la dice y él la está diciendo.

Vos podéis descifrar algún suspiro
sin que yo pierda el nombre de callado:
mas palabras no oiréis de mis enojos,

pero tendré por fuerza, cuando os miro,
remitido el deciros mi cuidado
a la lengua del agua de mis ojos.

Aunque yo no entiendo mucho, creo que hay decenas de sonetos mejores en nuestros Siglos de Oro. Ahora bien, don Juan lee el poema tan divinamente que hasta los de la mesa vecina lo oyen con atención y asombro. Sobre todo el último verso: a la lengua del agua de mis ojos. Me parece que Góngora se lo copió: tendré que verlo.
Pasada la emoción, nos tomamos unos chatos y hablamos de las navidades, que están aquí ya.


jueves, 11 de diciembre de 2014

Empezando

Ya sé, ya sé... El nombre del blog es previsible y obvio para quienes nos vamos acercando a la jubilación: todos leímos con el asombro crédulo de la juventud aquella serie que, disfrazada de antropología, era en realidad una colección de cuentos chinos —o indios, mejor—, y de paso hicimos rico a Carlos Castaneda, fuera quien fuera aquel sujeto tan listo. Por si les sirve de algo, sepan que a don Juan, que abomina del lenguaje periodístico y, sobre todo, de sus pueriles juegos verbales, tampoco le gusta. Pero yo soy convencional y carezco de imaginación, de modo que no iba a perder una oportunidad que se me ponía tan a tiro.
Conocí a don Juan en los primeros años noventa —si fuera periodista, añadiría del pasado siglo—. Ambos éramos jurados de uno de aquellos premios de historia de Almagro; él en representación de la Universidad; yo, por cortesía impagable de don Luis López —tardará mucho en nacer, si es que nace, etcétera—. Yo era joven; don Juan había sobrepasado la cincuentena; pese a ello, congeniamos; me convidó a unos vinos y hablamos —es decir, habló— de cosas de las que él sabía mucho y yo casi nada. Nos vimos luego bastantes veces y siempre estuvo amable conmigo.
Por aquel tiempo don Juan Rojo era profesor visitante en la Facultad de Letras de Ciudad Real, pero vivía en Almagro. Se había alquilado una vivienda en la calle de Granada, en una de esas casas de vecinos que tienen portada señorial y patio empedrado, con higuera y pozo. Lo acompañaba a veces hasta la puerta, incluso llegué a estar en ella: pequeña, limpia, ordenada, llena de libros y papeles.
Un buen día, sin avisar, don Juan desapareció.
Pero ha vuelto. Hace dos o tres años, también sin avisar, llamó a mi puerta. Me contó que una hija suya trabaja aquí y que viene a visitarla de cuando en cuando; que si quería me convidaba a unos vinos. Acepté, claro. Desde entonces nos vemos casi todos los fines de semana. Y ahora llevo un cuaderno —por eso he estado a punto de llamar bloc a este blog, pero me he reprimido para no andar de explicaciones— en el que apunto las cosas que dice y las anécdotas que cuenta: ya he llenado siete, de muelle, comprados en el Sipe.
El otro día, hablando con un amigo que también conoce a don Juan y que se nos une frecuentemente en el Corregidor, le dije lo del cuaderno, incluso le enseñé el último. Y de él fue la idea del blog
—¿Por qué no publicas esto siquiera en internet, que lo aguanta todo?
Naturalmente, le he pedido permiso a don Juan.
—Haga usted lo que le parezca, pero procure no escribir muchas tonterías —ha contestado.
Allá voy, pues: cada vez que venga don Juan, aquí copiaré lo que he aprendido, en crudo, sin dulcificarlo; después, eso sí, de haberlo apuntado en el cuaderno. Y, si algún fin de semana no acude, a lo mejor echo mano de lo que tengo archivado.
Los hipotéticos lectores comprobarán que, aunque el nombre del blog sea previsible y obvio, es también exacto: las enseñanzas, de don Juan; las tonterías, mías exclusivamente.
¿Habrá lectores? Ese ya es otro cantar.